Columna de Ascanio Cavallo: Sueños y pesadillas
El mundo está atravesando un proceso de cambio que parece tan vasto como el que ocurrió en los años 90, después de la caída de los regímenes comunistas de Europa oriental. Nadie conoce todavía las implicancias de este cambio global, pero esta semana The Economist identifica una “lenta ruptura del orden liberal” y, al mismo tiempo, advierte que ese orden ya está al borde del colapso y que el efecto sobre las economías y las normas puede ser “rápido y brutal”.
En lo central, The Economist alude a una erosión del orden impulsado por el libre comercio, que en los 90 estuvo asociado a la apertura de las fronteras y el retroceso de los regímenes autoritarios en todo el mundo. Sobre el origen de este proceso de erosión hay opiniones muy diversas: algunos lo sitúan en la crisis financiera del 2008, que quebró la fe pública en un sistema financiero desregulado; otros, en la pandemia del Covid-19, que produjo las más graves alteraciones en las economías interdependientes, y todavía otros, en el papel regresivo de las plataformas y redes digitales, además de China, Rusia y otros santos similares.
Hay quienes ven un síntoma en el hecho de que dos guerras, la de Rusia contra Ucrania y la de Israel contra Hamás, se estén librando en los bordes de Occidente, y otros lo ven en el retroceso sostenido de las democracias más o menos desde el 2010. Las intervenciones de otros elementos disruptivos, como los abruptos cambios en las condiciones climáticas o las olas migratorias en Europa, Estados Unidos y Sudamérica, son para algunos un derivado de los mismos fenómenos, mientras que otros los consideran agravantes relativamente autónomos.
Estas son muy malas noticias para los países pequeños y medianos que encontraron oportunidades inéditas en las transformaciones de los 90. Chile apoyó su crecimiento y la reducción de la pobreza en el comercio exterior, mientras al mismo tiempo defendía un orden mundial basado en normas, por contraposición con la fuerza. Esta visión estratégica, de largo plazo y con sentido de la urgencia, fue especialmente aguda en los gobiernos de Eduardo Frei y Ricardo Lagos, y después no se ha recuperado, por una lista de razones que podría ser interminable.
Entre otras cosas, Frei y Lagos apresuraron un desarrollo vigoroso de la infraestructura -no de la permisología-, comprendiendo que la oferta de facilidades era una parte de la política exterior, que esta no podía ser sólo buenas relaciones, así como el comercio no podía ser sólo minerales crudos. La profesora Mary Bridges, de la Universidad Johns Hopkins, ha escrito recientemente que una de las claves del cambio mundial es precisamente el desarrollo de una infraestructura en continua modernización, no sólo para sostener la red de comunicaciones, sino para mantener vivos los intercambios humanos, educacionales y comerciales, sin los cuales cada país terminará encerrado en sus propias miserias. Chile no parece estar en esa marcha. Hace sólo unos días, el exdiputado Sergio Velasco denunció que el primer puerto del país, San Antonio, está a punto de ser sobrepasado en sus capacidades, con lo que el atractivo pasará rápidamente a Perú, que sí está construyendo un megapuerto.
Esto no es culpa de este gobierno, desde luego. La selva en que se ha convertido la política chilena lo desborda con creces. Un Parlamento parroquial y transaccional legisla a matacaballo, incluso en campos tan sensibles como la salud. La justicia ha vuelto a ser el callejón kafkiano donde se puede permanecer por años. Los gobiernos locales viven un creciente descrédito a la vista de sucesivos escándalos sin domicilio único. La red de agencias del Estado lleva años sirviendo a las creencias personales de sus directivos, casi sin referencia a las necesidades del país, lo mismo que muchos municipios son sultanatos de sus alcaldes. Y, aunque no sea su culpa, tampoco el gobierno hace algo mucho mejor. Por estos días, por ejemplo, está ocupado de “desplegarse”, un mantra irreflexivo que repite de los gobiernos anteriores y que rinde tributo a los falsos dioses del cumplimiento normativo y la transparencia, en los que ya nadie confía.
La pregunta que sigue es si están disponibles otras alternativas. En otras palabras: si la política chilena tiene entre sus líderes a uno o más que sean capaces de anticipar un momento de zozobra global y puedan actuar antes de que una crisis externa llegue a estas costas. En lo que va hasta aquí, el debate para las presidenciales del 2025 no ha mostrado nada parecido. Siempre es más fácil poner el dedo en la llaga del adversario y hacer de la política una competencia de llagas.
Muy rara vez una competencia presidencial es un duelo sólo de inteligencias, pero casi siempre es una confrontación entre sueños sobre el país. Lo que el panorama del mundo sugiere es que esta vez sería imperioso evitar que sea un duelo entre pesadillas.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.