Columna de Ascanio Cavallo: Tiempo y trampa

CONVENCIÓN

Lo más razonable parece ser justamente lo que hasta hace poco se consideraba más inaceptable: prorrogar el plazo de término de la Convención al menos por unos meses más, que permitan despejar la polvareda y la opacidad actuales.



Contado desde el momento en que la derecha se mostró dispuesta a eliminar a los senadores designados, la megarreforma constitucional de Lagos demoró casi cinco años, de los cuales el último fue el intenso. Esa reforma a la Constitución de 1980 modificó 67 de sus artículos y permitió que en el 2005 el nuevo texto quedase firmado por el Presidente Lagos y sus ministros Francisco Vidal y Eduardo Dockendorff. Esa es la Constitución vigente.

Quince años antes, en 1989, se discutió otra reforma, sobre 56 artículos de la Constitución de 1980, en una negociación que duró menos de seis meses y que culminó en un plebiscito que la aprobó por el 93,7 de los chilenos. Fue un debate en tiempo récord, pero la Concertación llevaba casi nueve años estudiando las cosas que sería necesario modificar para iniciar la transición. La lista de compras estaba muy clara.

En cuanto a la celebérrima Constitución de 1980, demoró siete años desde el primer anuncio, aunque Pinochet fue cambiando las instituciones que la elaboraban. La penúltima, el Consejo de Estado encabezado por el expresidente Jorge Alessandri, se tomó dos años. Y la última, el Grupo de Trabajo Ad Hoc, trabajando con borradores previos, tardó tres meses en preparar el texto que finalmente sería sometido a un plebiscito fraudulento. El texto había pasado entonces por centenares de manos (y no por “cuatro generales”, como dijo el Presidente Boric, con una desinformación aparentemente metafórica) y numerosos especialistas.

Hasta ahí la historia. ¿Qué significa? Que, bajo cualquier comparación, el período en que la Convención Constitucional ha estado preparando una nueva Carta -no una reforma a la existente- es extremadamente breve. Si los 154 convencionales fuesen expertos constitucionalistas, todavía sería un plazo muy corto. Pero, además, no lo son; la mayoría de ellos está participando por primera vez en la confección de una norma y la totalidad -quizás con las excepciones de Jorge Arancibia y Agustín Squella- no ha escrito nunca un proyecto constitucional por fuera de la academia.

La Convención consumió seis meses en establecer su reglamento. Ese tiempo puede haber sido útil como gran inmersión en el problema, por lo que es inconducente opinar si fue mucho o poco. El hecho es que eso le ha dejado sólo seis meses (incluyendo la prórroga de tres, ya aprobada) para producir lo sustantivo, la nueva Constitución. De ese modo se ha producido una enorme, insana recarga de trabajo sobre los convencionales, que deben participar en sus comisiones, decidir entre propuestas divergentes y votar en el pleno en el lapso de unos pocos días.

Es imposible que bajo esa presión se produzcan espacios reflexivos de cierta profundidad y menos todavía una integración armónica y transparente de las zonas de superposición. Por ejemplo: en materia de libertad de expresión y prensa, una comisión, la de Derechos Fundamentales, logró la aprobación de un artículo sintético y comprehensivo, de un solo párrafo (otro inciso que fue rechazado puede regresar tras la re-revisión de la misma comisión), mientras otra, la de Sistemas de Conocimiento (¿por qué esta?) consiguió la aprobación de cinco artículos.

El cineasta Edgardo Viereck escribió en la revista digital El Pensador un artículo titulado La trampa del derecho de autor en la nueva Constitución, en el que hace ver que los artículos de una sección son relativizados o anulados por otra, un caso clásico de pleonasmo jurídico. Viereck advierte que “el texto constitucional ya aprobado está lleno de este tipo de vericuetos en su redacción y estructura”, y lo caracteriza como “un verdadero laberinto jurídico que hace muy complejo entender la verdadera intención del poder constituyente”.

Para dejar más espacio a los debates de las comisiones y el pleno, la Convención decidió recortar el período de trabajo de la Comisión de Armonización (de paso, también decidió quitarle los dientes en cuanto a su capacidad de modificar artículos). Esta es una idea para resolver la emergencia, pero de ninguna manera una buena idea. Una comisión como esa debería afrontar no sólo los pleonasmos como el que indica Viereck, sino toda la arquitectura del texto.

Hasta el jueves pasado, el pleno había aprobado más de 140 artículos (con lo que ya sobrepasa la Constitución de Lagos), pero, dados los bloques temáticos que aún no se presentaban, parece previsible que llegue a más del doble de esa cifra. Esos artículos han causado debates serios en la Corte Suprema, el Senado, el Ministerio Público y el Banco Central, por sólo mencionar algunas de las instituciones afectadas por los cambios.

La Convención, presa de un desproporcionado espíritu autodefensivo, tiende a desoír toda advertencia que llegue desde fuera de sí misma. Ha entrado en la lógica de todos los aparatos corporativistas, sin percibir que esa misma inclinación agrega sospechas sobre sus propósitos. Pero no está condenada a seguir en esa senda. Es sano que preste atención al hecho principal: la ciudadanía no está recibiendo una información adecuada acerca de las razones por las cuales se promueven unas u otras ideas, en parte porque algunas discusiones se han llevado a puertas cerradas, en parte porque en otros casos tal discusión no ha existido, en parte por la estrechez del tiempo. Por mucho que tenga justificaciones, esta es una carencia grave para cualquier organización y mucho más para una que se ha propuesto afectar a la totalidad de las instituciones.

La idea de “trampa” es lo más destructivo que le puede ocurrir a la Convención. Si ella se implanta, por la opacidad del debate o por la falta de él, la legitimidad del nuevo texto pasará a ser controvertida desde el día mismo en que se presente al plebiscito de salida.

La Convención está en un filo muy peligroso. Y dado el compromiso del gobierno de Boric con ella, también es peligroso para el Presidente. La suerte de ambos puede quedar sellada en fecha tan temprana como julio, cuando se conozca el producto final de esta desorbitada fase de trabajo.

En esas condiciones, lo más razonable parece ser justamente lo que hasta hace poco se consideraba más inaceptable: prorrogar el plazo de término de la Convención al menos por unos meses más, que permitan despejar la polvareda y la opacidad actuales. Es cierto que esto tendría el efecto indeseable de prolongar la dependencia del gobierno de un instrumento que desea tener cuanto antes. Pero mucho peor sería que se termine atando a un texto cuya imagen dominante sea una factura a matacaballo, inconexa y pleonástica y, por cualquier razón, tramposa.

De esta clase de decisiones difíciles se hacen los gobiernos.

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