Columna de Ascanio Cavallo: Un gato inmenso

Urna del Servel con votos
Alex Diaz/Aton Chile

La operación consistía en eliminar la sanción por no votar en las próximas elecciones municipales y de gobernadores -una multa que determina el respectivo juzgado de policía local. Esto significaba, en la práctica, eliminar el voto obligatorio.



Aunque parezca increíble, el lunes por la tarde, sin anuncio ni ruido, como confiando en la capacidad de la inadvertencia para hacer pasar un inmenso gato por una pequeña liebre, un pequeño grupo de diputados, que luego se convirtió en una mayoría de 84, intentó modificar el sistema electoral a menos de dos años de su reforma por el mismo Congreso.

No era una iniciativa para reducir el pago electoral a los candidatos, ni menos a los partidos, ni para evitar que el financiamiento fiscal esté amparando la multiplicación de partidos, ni para impedir que los congresistas coqueteen con cualquier bancada una vez que han sido elegidos en nombre de una. No, nada de eso.

La operación consistía en eliminar la sanción por no votar en las próximas elecciones municipales y de gobernadores -una multa que determina el respectivo juzgado de policía local. Esto significaba, en la práctica, eliminar el voto obligatorio. El argumento de teoría política era que el voto debería ser incentivado por la educación cívica y no por una sanción, algo en lo que se podría creer si existiese una sola medida en favor de la educación cívica; el argumento de compasión social era que la multa sería (o podría ser) demasiado alta para la realidad de los ciudadanos.

Sólo un ciudadano demasiado ligero podría creer en estos motivos. Más poderoso, evidentemente, es el temor de perder posiciones en las próximas elecciones, un temor anticipado que se podría mitigar reduciendo al mínimo la participación del electorado. Ese mínimo ya se conoce. Es el que se alcanzó precisamente en las anteriores elecciones municipales, con voto voluntario: 43,4% en la Región Metropolitana y 38,3% en todo el resto del país.

Los alcaldes y concejales que están actualmente en funciones fueron elegidos bajo ese sistema. Algunos de los más notorios alcaldes resultaron electos por proporciones ridículamente bajas de los padrones electorales de comunas importantes: Irací Hassler, con 19,2% en Santiago; Macarena Ripamonti, con 19,8% en Viña del Mar; Jorge Sharp, con 29,3% en Valparaíso. En comunas de menor población, esos porcentajes representan magros números de votos. De modo que si hay una distorsión de la representación en los gobiernos locales -a favor del oficialismo y en muchos casos también de la oposición- es la que nace de esa modalidad de voto, no de voluntades amplia y claramente expresadas.

Los que idearon el truco del lunes fueron los diputados socialistas Leonardo Soto (San Bernardo) y Raúl Leiva (Talagante), que han tenido votaciones sólidas en sus elecciones anteriores, aunque, como suele suceder con los incumbentes, han ido declinando. Los siguieron, primero, los diputados del PC y, después, todos los del oficialismo, además de algunos de oposición (más o menos, los que nunca faltan). Esto puede ser un indicio apresurado de lo que espera el oficialismo para las elecciones de octubre -un cálculo negativo, por decir lo menos-, pero, por sobre eso, expresa algo muy alarmante acerca de la confianza de las izquierdas en la democracia electoral.

Es una inquietud que empeora si se tiene en cuenta que el próximo año corresponde votar para la totalidad de la Cámara. Los actuales miembros también llegaron allí con el régimen de voto voluntario. No se divisa una razón para que los mismos argumentos que se esgrimieron el lunes no vayan a ser utilizados de nuevo… en sus propios esfuerzos de reelección.

Con toda razón, y cumpliendo el papel que suele tener como dique a los desbordes de la Cámara, el Senado rechazó la idea Soto-Leiva, pero eso significa que ella, junto con varias otras, deben ser examinadas por una comisión mixta. De todos modos, el gobierno, que no quiere involucrarse en el tipo de maniobras tóxicas que todo esto supone, anunció de antemano que en caso de aprobarse esta moción utilizaría el veto presidencial.

La maniobra fue propiciada por la proposición del Servicio Electoral de realizar las elecciones de octubre en dos días, una idea que no encaja muy bien con la tradición chilena, pero que parece tener sólidos fundamentos técnicos, porque no alcanzaría el tiempo de un día para procesar todos los sufragios que implica el voto obligatorio. Así como no hay tiempo, tampoco sobra el dinero, por lo que el proyecto incluye una disposición para reducir el monto que el Estado paga a los candidatos y a los partidos por cada voto que los favorece. En el Congreso, esto último ha resultado más polémico que lo primero, pero sería el colmo canjear estrechez presupuestaria por menos participación. Por eso nadie lo ha dicho (pero algunos sí hicieron ver que al reponer el voto voluntario caerían los ingresos).

No hay una buena razón para que las izquierdas le teman tanto al voto popular. El trauma parece originarse en la derrota del proyecto de la Convención Constitucional, el 2022, aunque al año siguiente los mismos votantes rechazaron el proyecto contrario, el del Consejo Constitucional. ¿No sería intelectualmente más honrado aceptar que ambos proyectos eran malos?

Las mentalidades antidemocráticas siempre son obstinadas. Prefieren que la realidad esté equivocada. Por sus propios historiales, no parece que los diputados Soto y Leiva calcen con esa descripción. Pero tampoco parece que hayan sido ingenuos. En el 2009 se argumentó que había que introducir el voto voluntario para mejorar la representatividad de las instituciones; los jóvenes irían a votar en masa si no debían inscribirse previamente. Como ocurre muy a menudo, la teoría se derrumbó sin ayuda: fue a votar cada vez menos gente. El voto obligatorio se repuso en el 2022 para aumentar la legitimidad institucional. La votación llegó al 85%. Todavía no cumple dos años.

Perder elecciones es la más perversa de todas las razones para derribar las reglas. Después no hay quién las ponga en pie.