Columna de Ascanio Cavallo: Un mundo en ascuas

Capitolio

Trump vino a recordarle al mundo que la democracia tiene un flanco débil frente a la voluntad de poder; que un líder autócrata o populista -casi siempre las dos cosas- puede dañar sus instituciones simulando que no lo hace o, más abiertamente, mintiéndole al pueblo; y que esos líderes tienen diversidad de entradas a través de las imperfecciones que la misma democracia produce en el cuerpo social, como la inequidad, el desequilibrio, la corrupción, la violencia y la anomia.



Parece increíble, pero hace justo un año el “trumpismo” estaba preparando el más escandaloso atentado contra la democracia representativa que se haya presenciado en la cuna de ese sistema de gobierno. Seis días después, una turba peligrosamente armada irrumpió en las salas del Capitolio, en Washington, reclamando un fraude que habría impedido la reelección de Donald Trump. El episodio estuvo rodeado de intensos visos de irrealidad, hasta el punto de que muchos de sus promotores negaron más tarde que se tratara de una asonada. El hecho es que el propio Trump tuvo que intervenir para hacer volver a la turbamulta a sus casas.

Este fue el clímax de la política de las “verdades alternativas” propuesto por Trump, una forma de introducir en la sociedad democrática, con sus mismos instrumentos, la “corrupción cognitiva” (Rosanvallon) para dar a ciertas opiniones el mismo estatuto que los hechos. En verdad, es una ocurrencia tan antigua como la guerra, pero ninguna guerra había contado hasta ahora con la batería de instrumentos digitales para hacer creer que es cierto algo que no lo es. Por ejemplo, que una derrota electoral fue un fraude.

Así empezó el 2021. Y ha sido un año, como todos, cargado de acontecimientos. Pero hay tres que parecen definirlo: 1) el sentimiento de amenaza y zozobra que ha recorrido a las democracias occidentales, del que el asalto al Capitolio es un símbolo eficiente, pero no suficiente, para abarcar las tensiones del Reino Unido, España, Francia, Europa Oriental y África; 2) la percepción del inicio de un reordenamiento del mundo, con alcances y límites desconocidos; y 3) la extensión de la pandemia del Covid-19 a sus segundas y siguientes olas, acaso una sinopsis de cómo serán los futuros fenómenos pandémicos, de salud o de otros tipos. Las tres cosas parecen enlazadas, aunque es difícil identificar cómo y por qué.

Trump vino a recordarle al mundo que la democracia tiene un flanco débil frente a la voluntad de poder; que un líder autócrata o populista -casi siempre las dos cosas- puede dañar sus instituciones simulando que no lo hace o, más abiertamente, mintiéndole al pueblo; y que esos líderes tienen diversidad de entradas a través de las imperfecciones que la misma democracia produce en el cuerpo social, como la inequidad, el desequilibrio, la corrupción, la violencia y la anomia. Para estos líderes el problema no es la moderación, sino el ritmo en el que pueden ir quebrando las resistencias de las sociedades.

¿Es que esos defectos son endémicos, inherentes a un sistema que privilegia las libertades en vez de las equidades, o habrá formas de democracia que por fin los superen? Esa es la pregunta del siglo XXI. Mientras tanto, la gran lección vigente -el legado del siglo XX- es que, con todos sus problemas, “la democracia es la peor forma de gobierno, excepto todas las demás” (Churchill).

Estados Unidos creyó superar el trauma (¿cognitivo?) de Trump eligiendo a un veterano de intenciones impecables, suave, amistoso y de apariencia frágil, justo cuando la pandemia desataba la polémica entre los salubristas y el movimiento antivacunas (curiosamente, también alentado por Trump). Pero este desafío interno no consigue disimular que hay otro, mucho mayor, que ya pasó su punto de inflexión: el 2021 ha sido el primer año en que Washington se ve a la defensiva, disminuido, escuchimizado, por la emergencia de otra potencia con la voluntad de superarlo: China.

La desazón política y existencial dejada por la Segunda Guerra Mundial marcó a varias generaciones con la certidumbre de que la guerra, llevada a esas escalas, ya no era un recurso humanamente aceptable. Quizás esa conciencia hizo que la siguiente conflagración no pasara de ser una Guerra Fría y que se resolviera con la derrota de uno de los contendores, la Unión Soviética, por el efecto combinado de dos instrumentos: la tecnología y el capital. La elite soviética, que siempre creyó en lo primero y detestaba lo segundo, fue arrasada por la evidencia de que, sin recursos económicos, jamás podría imponerse. La estrategia china supera ese déficit. Está dispuesta a triunfar con recursos y con conocimientos. Su forma de comunismo es original y su ambición de superpoder también lo es.

Pero no es una democracia. El régimen político en que se sustenta es incompatible con sus deseos de globalidad y eso la conduce a dos opciones: el colapso o la confrontación con una parte de la humanidad que no está dispuesta a entregar sus libertades públicas. En el primer caso, sería el fracaso de otro sueño de sociedad perfecta; en el otro, una materialización de lo impensable, lo que fue inaceptable para las últimas generaciones del siglo XX.

Es curioso que el año de las superpotencias se cierre con Rusia aplastando otra vez a la disidencia interna y prolongando su ya larga amenaza contra Ucrania, donde, según distintos cálculos, se quedó entre un 25% y un 30% de las armas estratégicas soviéticas. Pero el juego de Putin, angustioso como puede ser, ya es de segunda liga. Puede querer llevar a Europa a una nueva situación de tensión extrema en el 2022, pero es difícil que pase de ser la pretensión de un tiranuelo. No se compara con el tamaño de las ambiciones de la nueva China.

China también fue el punto de origen del Covid-19, que cumple dos años obligando al planeta a tomar una panoplia de medidas extravagantes, como convertir a todas las personas en enmascaradas, cancelar los placeres más queridos del nuevo siglo -los viajes, las fiestas, las multitudes- y desolar las ciudades. El Covid-19 ha reconfigurado muchas prácticas sociales, posiblemente de manera permanente, y ha conseguido postergar temporalmente la otra idea apocalíptica, el cambio climático. Sin embargo, esa es otra materia en la que China tiene mucho que decir. O escuchar.- ¿Qué tiene todo esto que ver con Chile? Todo y, sin embargo, poco. El aliento de lo que pasa en el mundo parece llegar desvaído y algo retrasado al sur del planeta. En el mismo año en que realizaron las elecciones más importantes de su historia reciente, lo que los chilenos recuerdan más positivamente del año, según un estudio de Ipsos, son el IFE y el proceso de vacunación. Será, seguramente, una manera castiza de aterrizar los grandes dilemas del comienzo del siglo.

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