Columna de Ascanio Cavallo: Un nuevo estándar

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Y entonces, ¿se inicia una nueva fase de la política chilena, un cambio de ciclo o, más modestamente, un nuevo movimiento del péndulo? Esta es la primera interrogante que habría que requerir del resultado de las elecciones municipales y de su relativa coincidencia con el quinto aniversario del 18 de octubre.

Lucy Oporto definió con toda precisión el problema de interpretación que aún ronda a los sucesos de octubre del 2019: “Insuficiencia del lenguaje”. Ella no concuerda con el uso del término “estallido” y rechaza los de “revuelta popular”, “rebelión” e “insurrección”. Prefiere “asonada”, aunque, tal como fue analizada por el pensador espartaquista Furio Jesi, la “revuelta” incluye esa dimensión, tanto en su implicancia psicótica como en la revolucionaria.

Esta reflexión contrasta con la prisa de numerosos cientistas sociales por designar esos hechos, más con el fin de sesgar su interpretación que de hacer ciencia social. Lo principal de ese sesgo es que aquellos sucesos expresaron tensiones sociales -lo que es obvio-, que ellas son muy nítidas -lo que no es nada obvio- y que siguen vigentes -lo que es francamente dudoso.

Excepto Gabriel Boric, la coalición hegemónica del actual gobierno -el Frente Amplio y el Partido Comunista- rechazó el acuerdo político que dio un cierto alivio a los disturbios. No los detuvo, los dejó con aliento, los secundó, y toda esa decisión podría haber lanzado las cosas hacia posibilidades imprevisibles, incluso para ellos mismos. ¿Raro? No, para nada. Los dirigentes políticos capaces de divisar las consecuencias largas de sus decisiones son sólo los más lúcidos, que por lo general constituyen una minoría absoluta; es un ejercicio muy difícil de emprender, porque supone desprenderse del narcisismo que a veces ahoga a los intelectuales. En todo caso, esa coalición no rechazó hacerse cargo del Estado y lo que en parte juzgan los comicios próximos es el desempeño de esos partidos en los tres y medio años de su gestión.

Esta misma semana, The Economist anticipó una conclusión afirmando que “el movimiento de izquierda radical que (la convulsión del 2019) llevó al poder es ahora impopular, después de haber descubierto que gobernar es más difícil que protestar”. La síntesis inicial del artículo, que está dedicado a Evelyn Matthei, dice que “los chilenos trataron con el izquierdismo juvenil; ahora quieren madurez y moderación”. Son dos afirmaciones distintas, de diferente espesor.

La calificación de “juvenil” muestra que la infantilización del gobierno no es una suciedad de la oposición ni una insidia de la prensa. Más bien parece una confirmación de que en todo este tiempo el gobierno no ha logrado mostrar al mundo (no a Chile) la seriedad y la madurez que ha buscado desde su primer día. No parece que sea necesario enumerar las causas.

Pero esto abre una interrogación más amplia, para lo cual es necesario salir por un momento de la parroquia y de sus pequeñas miserias. Los sucesos del mundo raramente son sincrónicos, pero suelen tener resonancias, ecos, rebotes algo azarosos, pero no incoherentes, que nos recuerdan que todo está conectado.

La década del 2010 dio lugar a una enorme variedad de protestas contra el orden capitalista, posiblemente como reacción a la gran crisis del 2008, en un espectro tan amplio como la “Primavera Árabe”, los “indignados” españoles, el movimiento de la Plaza Maidán en Kiev y los gilet jaunes franceses. Esos movimientos -además de muchos otros factores, locales y globales- permitieron el crecimiento de una izquierda y una derecha radicales, hermanadas por su desprecio hacia la democracia liberal y por su común deseo de refundar el orden del mundo. Con toda su asincronía, las protestas de Perú, Colombia y Chile en el 2019 parecen insertarse mejor en esa tendencia algo informe que en demandas sociales o programas políticos específicos. Las singularidades, los que hicieron uso de los incidentes para dejarse ver, lucirse o medrar un poco pertenecen a la anécdota, fueron su folclore, no su fondo. En ese fondo alojan Trump, Petro, AMLO, Bolsonaro, Bukele, que tienen ciertas raíces comunes en el malestar general de aquellos años.

Pero, como siempre, el mundo ha cambiado y lo que parece haber empezado a imperar es un retroceso, también global, desde tales excesos hacia proposiciones más moderadas o, si se quiere, más modestas acerca del modo de mejorar la vida ajustando el bienestar material con la libertad individual. Después de todo, el relato del cambio histórico, como dice el historiador Jeremy Black, es el progreso, no el retorno a las cavernas ni a la refundación flamígera. Esto es lo que ha de tener desconcertado, por ejemplo, a Maduro: ha vivido tantos años del fraude, del abuso, del totalitarismo, y… ¿por qué ahora? ¿Qué hay de nuevo? ¿Recién se dieron cuenta quienes ayer lo admiraban? O a Trump: ¿Por qué podría ocurrir ahora que lo derrote una candidata que hasta ayer no era nadie, comparada con la poderosa Hillary Clinton o el mismo Biden? ¿Qué hay de nuevo?

Cambió el estándar, que es lo que cambia cuando cambia el mundo.

La segunda pregunta, que vale tanto para las elecciones municipales como para el segundo enunciado de The Economist, es si esto significa que en Chile se impondrá la derecha, radical o tradicional. En otra época, este habría sido el escenario perfecto para el triunfo del centro, sea que se inclinase un poco a la izquierda o a la derecha. Pero el centro chileno se suicidó hace ya tiempo.

Queda por saber si la derecha local está en condiciones de gobernar, no sólo por el contexto de caos del sistema político, sino por las ideas que pueda ofrecer al país.

Y eso merece otro signo de interrogación.

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