Columna de Daniel Matamala: Anatomía de la impunidad
“Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, es la primera frase de la Constitución de Chile. Y luego consagra “la igualdad ante la ley. En Chile no hay persona ni grupo privilegiados”.
Más que a garantía, suena a parodia. Porque sabemos que, en el Chile real, lo que para unos son delitos que suponen cárcel, para otros son apenas deslices que se saldan entre caballeros.
Esta semana, a propósito del corolario del caso SQM, tuvimos un recordatorio de cómo una tupida red impide que una persona socialmente “correcta” termine en la cárcel. Una red que tiene cinco capas de impunidad consecutivas.
La primera es la más grosera: hacer que los delitos que suele cometer la élite, simplemente no sean delitos. Claro, si el ejecutivo de una gran empresa o un distinguido político roban un balón de gas, arriesgan cárcel: en los últimos años, ha habido condenas de hasta 13 años de prisión por hacer eso. Pero ellos no cometen delitos así. Lo hacen de formas mucho más lucrativas para ellos, y mucho más dañinas para la sociedad.
Las colusiones han esquilmado en cifras de vértigo a los chilenos: sólo el cartel del pollo significó 1.500 millones de dólares. En palabras de la fundadora del Centro de la Libre Competencia de la Universidad Católica, María Elina Cruz, “la colusión es un robo a mano armada contra los consumidores”. Sin embargo, gracias a un acuerdo entre el gobierno de Lagos y el gran empresariado, estos robos a gran escala fueron sacados del Código Penal.
Así, los ejecutivos coludidos no cometieron delito, porque el delito no existía. Brillante, ¿no?
Lo mismo con el uso de información privilegiada. La Corte Suprema acreditó que en 2001, los entonces dueños del Banco de Chile Carlos Lavín y “Choclo” Délano, junto a otros socios, usaron información privilegiada para hacer una millonaria “pasada” accionaria. Pero como eso no era un delito, apenas debieron pagar una multa, como si se hubieran estacionado en un lugar equivocado.
La presión social a veces derriba esta primera barrera. Y entonces aparece la segunda: el delito existe, pero no puede investigarse a menos que una autoridad administrativa lo permita. Tras los escándalos de las farmacias, los pollos y el papel, se restableció el delito de colusión. Pero con letra chica: la fiscalía no puede actuar si la Fiscalía Nacional Económica (FNE) no se querella. Y no ha habido ningún caso penal desde entonces. Lo mismo pasa con el Servicio de Impuestos Internos (SII) en delitos tributarios, y con el Servel en delitos electorales. Qué casualidad: justo los delitos (colusión, evasión, fraude electoral) que la clase dirigente comete.
Así, ellos mismos manejan el filtro de qué delitos se persiguen, y cuáles se dejan pasar. Eso ocurrió en el caso SQM. En 2015, el gobierno de Bachelet, liderado por el ministro del Interior Rodrigo Peñailillo, descabezó al SII para frenar las querellas en los casos de platas políticas que involucraban, entre otros, al propio Peñailillo. El nuevo director, Fernando Barraza, acató las órdenes y se mantiene hasta hoy a cargo, cumpliendo el acuerdo cocinado entre la ex Concertación y la derecha. Sin querellas del SII, esta semana la fiscalía cerró el caso contra 34 imputados, incluyendo a Peñailillo (ex PPD), dos hijos del senador Jorge Pizarro (DC), el exdiputado Roberto León (DC), una asesora de los exdiputados José Antonio Kast (ex UDI, hoy Republicanos) y Felipe Ward (UDI), y la hermana del exsenador Fulvio Rossi (ex PS).
Si esto falla, opera la tercera barrera: perseguir a los persecutores. En 2015, la derecha y la Nueva Mayoría consensuaron la elección de Jorge Abbott como fiscal nacional. Él disciplinó a los fiscales demasiado diligentes, cerrando los casos por la vía rápida. El senador Iván Moreira está confeso de haber hecho trampa para ganar una elección de senador en 2013, usando boletas falsas para ocultar las platas ilegales de Penta. El caso se cerró con un acuerdo y Moreira sigue hasta hoy en su cargo. Es como si a un atleta lo pillaran ganando con doping, y aun así le permitieran quedarse con la medalla. ¿Impensable? Bueno, así funcionan la democracia y la justicia en Chile.
La cuarta barrera es poner estándares probatorios casi imposibles de cumplir. Cuando se tipificó el delito de uso de información privilegiada (tras el caso del “Choclo”), se exigió probar que el responsable “haya usado deliberadamente” esa información. En 2007, Sebastián Piñera fue descubierto con las manos en la masa, comprando acciones de Lan a la salida de un directorio en que había recibido información secreta, algo que es un delito en cualquier país que tome en serio el libre mercado. Pero en Chile, apenas fue considerado una falta administrativa.
Esto marca “la diferencia entre ser Presidente de la República o ser considerado un delincuente”, constata el abogado Jaime Winter, autor de Derecho penal e impunidad empresarial en Chile.
Y por si todo falla, hay una quinta y última protección: si no queda más que condenar a un miembro de la élite por lo grosero de sus delitos, él no irá a la cárcel. Penas remitidas, multas, clases de ética, esas son las sanciones adecuadas cuando los “errores” son cometidos por “caballeros”.
Ante la presión de los escándalos, en los últimos años algunas de esas barreras se han debilitado, por ejemplo, haciendo más viable la persecución del soborno y el cohecho. Y en julio, la Cámara de Diputados aprobó en general un proyecto que, siguiendo estándares Ocde, amplía el catálogo de delitos de cuello y corbata, permite penas efectivas de cárcel en crímenes económicos y ambientales, y obliga al SII y a la FNE a querellarse en ciertos casos.
La campaña contra el proyecto ya comenzó: el exministro de Interior y actual jefe legal del grupo Luksic, Rodrigo Hinzpeter, dice que este “olvida la regla” de igualdad ante la ley, y pide al Senado que lo “corrija”.
Será una prueba de fuego, para saber si la anatomía de la impunidad sigue mandando en Chile.