Columna de Daniel Matamala: El “más mejor”
La urna con los votos permanece siempre a la vista del público. Los vocales, elegidos por sorteo, resguardan el proceso y, desde las seis de la tarde, abren la urna y cuentan los sufragios. Todo el proceso es público y transparente, y cada candidatura puede acreditar apoderados para fiscalizar cualquier anomalía.
El conteo es rapidísimo. Generalmente basta una hora tras el cierre de las mesas para que haya un ganador claro. Entonces, el perdedor habla a sus partidarios, reconociendo la derrota. Luego, va al comando del ganador para felicitarlo. El presidente electo tiene palabras de buena crianza para su contendor. Y el presidente en ejercicio llama, a través de un anticuado teléfono fijo, a quien será su sucesor, diálogo que es transmitido en vivo por la televisión.
Antes de que el sol se ponga, el proceso está terminado y Chile tiene un nuevo presidente electo. Durante los días siguientes, el Tribunal Calificador de Elecciones (Tricel), realiza el conteo oficial, debate las reclamaciones y rectifica cualquier error.
Es el ritual del que depende la democracia, y que en Chile funciona de manera ejemplar. Un orgullo nacional.
Durante la campaña, el país se divide en tribus, que reconocen a sus miembros como semejantes y a los de la otra tribu, como adversarios. Las diferencias se enfatizan, los discursos se endurecen, las caricaturas están a la orden del día. Pero luego, el día de las elecciones, gana el más mejor, y tanto vencedores como vencidos reconocen ese resultado como legítimo. Las tribus se unen para formar una polis, una comunidad que reconoce un gobierno común.
Se trata, como dice el politólogo Samuel Huntington, de “elegir líderes dotados de autoridad, y de este modo promover la comunidad entre dos o más fuerzas sociales”. Esa comunidad, advierte Huntington, “implica la relación de individuos o grupos con algo que está fuera de ellos. Algún principio, tradición, mito o código de conducta que todos tienen en común”. En sociedades antiguas, ese pegamento social era el derecho divino de un monarca para ejercer el poder, o el reconocimiento de la ley del más fuerte. Hoy, es el resultado de las elecciones. Ese código de conducta compartido (votar, contar los votos, reconocer al ganador) entrega legitimidad al ejercicio del poder.
En los últimos años, sin embargo, los populismos iliberales han buscado destruir esa legitimidad. Donald Trump pasó las semanas previas a las elecciones de 2016 denunciando que estaba en marcha “un amplio fraude” para robarle la elección. Después, pese a ganar, insistió en que habían existido “millones” de votos ilegales para su rival, sin entregar evidencia alguna. En 2020 la estrategia fue la misma: intoxicar las semanas previas con alegaciones de fraude, para luego desconocer su derrota, intentar impedir la asunción del presidente electo, azuzar el ataque al Capitolio, y finalmente dejar la Casa Blanca sin participar en el traspaso del poder.
Con todo ello, Trump pretendía erosionar la autoridad del ganador, romper códigos de conducta en común y asegurar que su tribu mantuviera una lealtad completa en torno a su líder: o sea, a él mismo.
Su aprendiz brasileño, Bolsonaro, denunció fraude antes y después de las elecciones que ganó en 2018. Ahora, ante una posible derrota en los comicios del próximo año, lleva meses agitando las mismas denuncias falsas y amenazando con que “corremos el riesgo de que no haya elecciones”.
Siguiendo el manual, en 2017 José Antonio Kast denunció que “hubo fraude electoral en la primera vuelta”. Jamás entregó evidencia sobre tan graves declaraciones. Se limitó a decir que “había votos marcados, votos que se perdían, incluso en un lugar un joven se arrancó con la urna”, aunque “no tuvimos tiempo para hacer el levantamiento de la investigación”.
Es otra página del manual que dictamina pedir test de drogas a sus rivales (lo hizo Trump en 2016 y 2020), e inundar la campaña de fake news: esta semana el diputado electo Gonzalo de la Carrera, tras difundir una foto trucada de Boric, sinceró que “si la foto que acompañó mi tuit era falsa, da lo mismo”.
En 2021, el fantasma del fraude se agita de nuevo. Ya antes de la primera vuelta, el concejal republicano Sergio Melnick usó su red de bots para difundir el hashtag #ServelNoEsConfiable, que repite en las horas previas al balotaje. José Antonio Kast hijo divulga un error en la digitación de los votos de una mesa, revelado y resuelto gracias a que el mismo Servel transparenta las actas, y se cuelga de él para decir falsamente que a personas “les robaron el voto”.
Suma y sigue. El diputado RN Diego Schalper advierte que “algunos son amigos del fraude y ya tienen clarito quién no fue a votar y que, por lo tanto, se pueden hacer algunos vericuetos para que aparezcan firmando y votando”. El presidente de ese mismo partido, Francisco Chahuán, plantea que “la elección puede que no se resuelva el domingo”, sino que sea decidida por los tribunales electorales. El propio Kast también prevé que se pueda recurrir a la justicia electoral.
¿Por qué emporcar un proceso ejemplar, que funciona con velocidad y confiablidad admirables? En la primera vuelta, el conteo del Servel informó 27,91% para Kast y 25,83% para Boric. El Tricel, tras la revisión de todas las actas, certificó 27,91% para Kast y 25,82% para Boric. En una elección con 7 millones de votos, salvo que los resultados preliminares indiquen un virtual empate, no hay razón alguna para no reconocer al ganador el mismo domingo.
Es lo que permitirá que, esa misma tarde, los chilenos podamos reconocernos como miembros de una polis en que, más allá de las diferencias, los resultados se respetan, la institucionalidad se fortalece, y la democracia se cuida como un principio inalienable, no una simple herramienta para usar o dañar a conveniencia.
Una comunidad en que gana el más mejor. Y ese, en democracia, es el que saca un voto más que su rival.
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