Columna de Daniel Matamala: La historia oficial
La memoria es descrita por el historiador Steve Stern como “una escritura sobre la escritura, como una escritura que tacha la anterior, para luego ser tachada a su vez por una nueva inscripción”. En palabras de la socióloga Isabel Yáñez, “la memoria se encuentra en constante diálogo con la identidad, ya que quien recuerda hace un esfuerzo por hacer calzar su trayectoria con su presente”.
Es, entonces, natural que un nuevo aniversario de octubre de 2019 sea recordado desde los problemas del presente, cambiando, según las últimas encuestas, algunas percepciones. Por ejemplo, la evaluación a la labor de Carabineros y el Ejército como “proporcional” y no “excesiva” en el estallido es mayoritaria hoy, a diferencia de hace tres años.
Pero este octubre ha estado marcado por una campaña sistemática por reescribir la historia. Para, desde grupos mediáticos, económicos y políticos, instalar una nueva verdad oficial que barre bajo la alfombra los abusos a los derechos humanos, insiste en afiebradas teorías de la conspiración y presenta el estallido como un exabrupto que descarriló a un país que era un oasis.
Lo más impresionante, por su audacia, es el negacionismo de las violaciones a los derechos humanos ocurridas en 2019. Esto no es objeto de controversia. Sendos informes de Human Rights Watch, la alta comisionada de las Naciones Unidas y Amnistía Internacional constataron las más graves vejaciones ocurridas en democracia. Así lo reconoció el mismo gobierno del Presidente Piñera, cuyo ministro del Interior Gonzalo Blumel admitió que “los hechos en materia de DD.HH. y también en la capacidad de resguardar el orden público indican que se hace necesaria una reforma mucho más profunda” de Carabineros.
Sin embargo, ahora los mismos sectores que por años hablaron de “presuntos desaparecidos” reinciden en el negacionismo. “Las violaciones masivas a los derechos humanos son un invento”, afirmó un diputado, mientras otros intentan negar la existencia de violencia sexual.
Habrá que recordar que en 2019 la subsecretaria de DD.HH. del Presidente Piñera, Lorena Recabarren, aceptó “con dolor” los informes internacionales que constataban “graves vulneraciones a los derechos de las personas, incluyendo denuncias de abusos, malos tratos y violencia sexual”.
Existen 533 denuncias por violencia sexual en el INDH y 364 en la fiscalía, incluyendo una con sentencia condenatoria en Arica (por “delito de abuso sexual en el contexto del estallido social”, según el fiscal nacional subrogante), y otra con juicio oral para noviembre en O’Higgins. Muchos casos siguen aún en proceso.
Usar la escasez de condenas para asegurar que esos casos no existieron es tan absurdo como afirmar que nadie quemó el Metro, porque en la mayoría de los incendios no ha habido sentencias, o que nadie atacó, incluso con bombas mólotov, a carabineros, porque varios de esas agresiones siguen impunes.
Al negacionismo se suma la fiebre conspiranoide. Un grupito de activistas y columnistas se ha paseado por los medios afirmando que el estallido fue una conspiración comunista, cubana y/o chavista (el K-pop esta vez no ha sido invocado). Pruebas: absolutamente ninguna. “¿Fueron el FA y el PC los autores materiales o intelectuales del estallido delictual?”, se pregunta un dirigente de extrema derecha. “No tengo dudas, pero tampoco pruebas”, se contesta a sí mismo. Que los hechos no arruinen una buena historia.
El último elemento de esta historia oficial es la muletilla del “octubrismo”, una palabreja con que se pretende sepultar toda discusión sobre las causas y complejidades del estallido. Este no salió de la nada: desde la gran protesta de 2011, la clase dirigente tuvo ocho años de aviso sobre la urgencia de hacer reformas. En vez de eso, se garantizaron la impunidad en los escándalos de platas ilegales, mientras sumaban casos de corrupción empresarial, colusión y evasión a gran escala. La ciudadanía avisaba y avisaba: según el COES, sólo entre 2009 y 2018 se contaron 15.455 acciones de protesta, sobre todo por “cuestiones de redistribución, desigualdad e injusticia económica y social”. Estallidos locales en Magallanes, Aysén, Calama, Chiloé y Tocopilla, entre otros, mostraban una sociedad en punto de ebullición.
Octubre mezcló la violencia desatada de los vándalos con la expresión pacífica de más de un millón de chilenos, en una manifestación que el propio gobierno celebró. “La marcha me llenó de alegría”, dijo el Presidente Piñera. “Me emocionó. Hoy Chile cambió”, agregó la vocera Rubilar.
El empresario Andrónico Luksic admitía “el cansancio por no ser escuchados, la indignación por los abusos, la desconexión de la clase empresarial, la ineficiencia de la clase política”, y decía que “todos debemos reaccionar, y los que podemos, tendremos que ayudar a pagar la cuenta”, mostrándose dispuesto a un impuesto a los altos patrimonios o súper ricos. “Necesitamos un pacto social”, decía el presidente de los grandes empresarios Alfonso Swett, quien también hacía un mea culpa: “Pedimos perdón por las orejas chicas que hemos tenido en el pasado y nos comprometemos ahora a tener orejas grandes”.
Borrar todos estos antecedentes, olvidar que hubo un consenso transversal sobre la legitimidad de las demandas y un compromiso de realizar transformaciones profundas es un intento grosero por reescribir la historia. Pese a él, según encuestas de esta semana, una gran mayoría de los ciudadanos sigue creyendo que el estallido fue “la expresión de un descontento social generalizado”, y no “un problema de orden público y de grupos violentistas organizados”.
En palabras de George Orwell, “quien controla el presente controla el pasado, y quien controla el pasado controlará el futuro”. Pero, al querer borrar ese pasado, estos grupos de poder sólo se engañan a sí mismos. Los mismos que hace tres años se lamentaban con voz plañidera de que “no lo vimos venir”, deciden taparse los ojos otra vez.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.