Columna de Daniel Matamala: La tregua
El año político comenzó como había terminado el anterior: crispado. El gobierno se dejó a sí mismo contra las cuerdas con los errores y horrores cometidos en el caso indultos, y la oposición respondió lanzando una serie de golpes que pretendían ser de nocaut: retiro de la mesa de seguridad, acusaciones constitucionales contra el ministro Jackson y la exministra Ríos, y el estudio de una acusación para destituir al Presidente de la República.
La confrontación escalaba entre un gobierno acorralado y una oposición con sed de revancha por el uso frívolo de las acusaciones constitucionales que hizo el actual oficialismo contra el gobierno del Presidente Piñera.
Pero algo cambió.
Ambas acusaciones constitucionales se cayeron en la Cámara de Diputados. El oficialismo hizo un mea culpa público por su actitud cuando fue oposición. Alcaldes de derecha retomaron el diálogo sobre seguridad con La Moneda.
Y la tragedia de los incendios forestales comenzó a golpear al país.
El gobierno reaccionó con presteza, suspendiendo vacaciones y hasta matrimonios para volcarse en el combate de la emergencia. No hubo cavilaciones ideológicas para tomar medidas como la declaración de estados de excepción. La Moneda convocó a los privados a trabajar en conjunto. Y el Presidente Boric se desplegó en el registro que más le acomoda, y que la ciudadanía más valora en él: en terreno, cercano y empático.
La oposición democrática también estuvo a la altura de las circunstancias. Con escasas excepciones, sus dirigentes se abstuvieron de usar la tragedia para golpear al gobierno. La imagen política más significativa fue la de los exministros de Piñera llegando a La Moneda para compartir experiencias con los actuales inquilinos de Palacio.
Unidad, trabajo en conjunto, responsabilidad. Al menos por unos días, gran parte de la clase política ha mostrado que sí puede salir de las trincheras.
Este tono dejó fuera de juego a los políticos extremistas que intentaron sacar ventajas miserables de la tragedia, difundiendo fake news, alentando afiebradas teorías de la conspiración o sacándose fotos patéticas con la tragedia como escenografía.
Ha sido, en suma, un momento que separa aguas entre la oposición democrática y la extrema derecha, y que muestra las limitaciones de la estrategia del nocaut y las oportunidades de una actitud más colaborativa.
Extremar la confrontación es seguirles el juego a los que quieren patear el tablero y llevar a Chile por la deriva autoritaria y demagógica. La escalada tremendista de los insultos, las fake news y las acusaciones sólo favorece a los que no tienen escrúpulos en aplicar una política de tierra arrasada con tal de llegar al poder.
Al revés, lo que conviene a la oposición democrática es mostrar estatura y entregar certezas de gobernabilidad.
Lo mismo corre para el gobierno. Habiendo aprendido por las malas lo difícil que es cultivar el arte de gobernar, es hora de mostrar humildad y altura de miras.
La inscripción de las listas al Consejo Constitucional también marcó un cambio de tono. “Unidos para Chile”, “Todos por Chile” y “Chile Seguro” es el nombre de los tres pactos (también se inscribieron individualmente el Partido de la Gente y el Republicano). Tres nombres genéricos e indistinguibles, que no les hablan a identidades ideológicas. Los tres ocupan el azul, blanco y rojo, con copihues y banderas chilenas como emblemas.
El cambio de tono de la izquierda es evidente. Del identitario “Apruebo Dignidad” y su logo que incluye una estrella de ocho puntas y múltiples colores, pasa al patriótico “Unidad para Chile”, con un copihue y una estrella de cinco puntas en rojo, azul y blanco.
Puede acusarse a la izquierda de ocultar sus banderas por conveniencia, ya que hoy no conversan con el estado de ánimo del país. Pero también es cierto que se aprecia un tono más bajo, de lado y lado, en que los gritos pueden reemplazarse por conversaciones.
En los últimos cuatro años se sucedieron el estallido, la pandemia, el fallido proceso constituyente, campañas polarizadas, gobiernos impopulares, alza de los crímenes más violentos y el bloqueo de reformas trascendentes en el Congreso. El voto de protesta domina las elecciones. Demagogos y extremistas ganan terreno.
El juego de suma cero nos lleva al abismo. Desde la derecha, el antropólogo Pablo Ortúzar lleva tiempo abogando por una “tregua de las élites”. La polarización opera desde arriba hacia abajo; es la clase política la que alienta una lectura maniquea de la realidad. Pero bajo esa costra de confrontación, que tanto rinde en Twitter, tenemos un Chile profundo desencantado antes que polarizado; pesimista más que extremo.
Es el momento de una tregua.
Un camino es que en marzo volvamos a la patada y el combo, con el debate de seguridad, las reformas previsional y tributaria, y el arranque de la campaña de consejeros convertidos en excusas para alimentar la confrontación.
Pero si el espíritu de febrero se extiende a marzo, la clase política tiene su gran oportunidad de mostrar a los chilenos que sí es capaz de actuar en beneficio de todos. 2023 puede terminar con una nueva Constitución, un consenso para un sistema de pensiones más solidario y una estructura impositiva más justa, y una estrategia nacional contra la delincuencia.
No es buenismo o ingenuidad. Simplemente, se trata de que la clase política entienda que dar muestras de gobernabilidad y eficacia va en beneficio de sus propios intereses a largo plazo.
Para eso, y para evitar que se descarrile la democracia, necesitamos una tregua.
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