Columna de Daniel Matamala: Mitocracia

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“La meritocracia siempre parte de la persona, no del gobierno. Porque si ponemos la responsabilidad en el gobierno, él tiene que resolver tu problema. Pero si pones el problema en ti, tú tienes la chance de cambiar tu vida para siempre… Al final del día, lo más importante es lo que tú puedes hacer con tu vida”.

La frase la dijo Sammis Reyes, consultado por las políticas de fomento del deporte. Y sin duda tiene autoridad para decirla: se fue de Talcahuano con el sueño de jugar básquetbol en la NBA. Cuando se le cerraron las puertas, se cambió al fútbol americano, y ahora es el primer chileno en jugar en la liga deportiva más millonaria del mundo, la NFL. Su historia ha sido destacada en medios como Sports Illustrated. A punta de condiciones naturales, talento, destreza y trabajo (de mérito, en suma), Reyes logró su sueño.

Líderes de opinión como el senador electo Luciano Cruz-Coke destacaron sus palabras, como “un claro mensaje para Chile”. ¿Tiene razón Reyes? ¿Tienen razón quienes pretenden ampliar su discurso a la sociedad completa?

Para entenderlo, tenemos que distinguir el plano individual del social.

En el primero, por cierto el mensaje de Reyes es destacable. No somos simples víctimas de nuestras circunstancias, incapaces de plantearnos metas o crecer desde nuestro esfuerzo individual. Contra el victimismo que suele campear en cierto progresismo, es valioso relevar la capacidad de cada persona para sacar lo mejor de sí mismo.

Y por cierto, sí hay casos, como el del propio Sammis Reyes, que muestran que ese “sueño americano” es posible. Personas que, en todos los ámbitos de la sociedad, rompen barreras para llegar muy arriba a punta de talento y esfuerzo extraordinarios.

En el plano social, el asunto es distinto.

“Meritocracia” fue acuñado como un término negativo. Lo hizo en 1958 el sociólogo británico Michael Young en su libro The rise of the meritocracy, en que describía una sociedad distópica segmentada entre los “meritorios” y los demás. Con los años, su significado se volvió positivo: la meritocracia permitiría que las recompensas sociales se distribuyan con justicia, de acuerdo al mérito de cada uno. Según la socióloga francesa Marie Duru-Bellat, el principio meritocrático resulta “fundamental para las sociedades democráticas”. Si las desigualdades se deben al mérito de cada uno, entonces se vuelven éticas y aceptables en una sociedad en que en teoría todos valemos lo mismo.

Pero, para que eso sea cierto, debemos tener un punto de partida similar. Y eso es una ilusión. O, mejor dicho, un engaño. En su libro “La trampa de la meritocracia”, Daniel Markovits explica cómo la meritocracia sirve a aquellos nacidos dentro de la élite para justificar sus privilegios. Ellos, dicen, están ahí por mérito: estudiaron, trabajaron duro, se esforzaron. En cambio, para los que están fuera de la élite, “funciona como una forma de exclusión”, dice Markovits, “caracterizando esa exclusión como un fracaso individual”.

Ahí está la trampa: si todo depende de uno, del propio esfuerzo y talento, entonces el orden social es justo. Los que están arriba, lo están por su propio mérito, y los que están abajo, por su falta de él.

Y eso es una gigantesca mentira.

En el caso de Chile, hay múltiples estudios que lo demuestran.

Un egresado de uno de nueve colegios particulares del barrio alto de Santiago que supere los 627 puntos en la PSU ganará, ocho años después, en promedio $1.496.601. Otro joven con igual puntaje PSU, pero que venga de un liceo público, ganará sólo $910.550. Incluso menos que un egresado del barrio alto que obtenga entre 418 y 486 puntos, quien ganará $1.141.580.

El más meritocrático de todos, el que le ganó a todas las desventajas y superó todas las barreras, gana menos que el mediocre que tuvo la suerte de nacer en la élite.

Y lo mismo han repetido estudios sobre egresados de la misma carrera en la misma universidad, dentro del 10% mejor de su promoción: su sueldo futuro depende de su comuna de origen. O de los altos puestos de gerencia, más de la mitad de los cuales están reservados para egresados de esos mismos colegios que representan el 0,5% del matrícula escolar chilena.

Tal vez el único ámbito en que sí podemos hablar de meritocracia a nivel social es al que se refiere Sammis Reyes: deportes populares como el fútbol. Allí, nuestra élite no viene del barrio alto, sino de Tocopilla, San Joaquín, Conchalí, Puente Alto y Buin. Eso ocurre porque en el caso del fútbol el “mérito” está mucho menos contaminado por variables externas como el capital cultural de la familia, el colegio al que se asistió y las redes de amistades. Además, el “mérito” es público y fácil de medir. Sí, el dueño del equipo puede poner a su hijo a jugar, pero su ineptitud quedará al descubierto de inmediato. Esto no ocurre así en otros ámbitos en que, como los estudios antes citados demuestran, el heredero, el primo y el excompañero gozan de inmensas ventajas a la hora de hacer carrera, incluso por sobre los meritócratas que han hecho el camino más difícil.

Chile será una meritocracia el día en que las reuniones de gerencia de las grandes empresas, los directorios de los colegios profesionales, las cortes de justicia, el Congreso Nacional, y cada instancia de prestigio y poder, se parezca en su origen social a la selección nacional de fútbol. O sea, se parezca a Chile.

Hasta que eso se cumpla, la meritocracia será un valioso concepto para conducir nuestras vidas, y sacar lo mejor de nosotros mismos (en eso Reyes tiene razón). Pero a nivel social será sólo un mito conveniente para quienes quieren proteger privilegios que no tienen nada que ver con el mérito.

Más que una meritocracia, una mitocracia.