Columna de Daniel Matamala: Realmente libres
En 1975, Milton Friedman llegó a Chile. Invitado por el BHC, núcleo del mayor grupo económico de la época, dio dos charlas en universidades, se reunió con autoridades y empresarios, conversó una hora con Augusto Pinochet y cerró una intensa semana jugando tenis con Javier Vial, cabeza del BHC y principal beneficiado con las radicales reformas que los Chicago Boys, discípulos de Friedman, comenzaban a implementar en Chile.
Sus charlas se titularon “La fragilidad de la libertad”, y se centraron en denunciar, en sus propias palabras, “el rol que jugaba la emergencia de un Estado de bienestar en la destrucción de una sociedad libre”.
A ese Estado de bienestar, Friedman oponía la “libertad para elegir”. En vez de ciudadanos recibiendo prestaciones garantizadas de jubilación, salud y educación, debíamos tener consumidores comprando esos servicios en el mercado. Libre para elegir fue el título de la serie de televisión de Friedman que transmitió TVN en la dictadura, con conceptos como que “el colegio vende enseñanza y los estudiantes la compran. Los estudiantes son unos clientes más”.
En Chile, los discípulos de Friedman aplicaron sus principios a rajatabla. Para ello, destruyeron las aún precarias estructuras sociales que estaba levantando Chile para entregar protección social a los ciudadanos. El gasto público en educación cayó del 3,8% del PIB en 1974, al 2,5% en 1990, y la inversión en salud descendió a apenas 2% del PIB. Ese vacío sería llenado por el mercado.
La educación subvencionada con copago y lucro segmentó la sociedad por capas, de modo que los niños estudiaran junto a sus pares, dependiendo de cuánto podían pagar sus padres mensualmente. “Los padres tienen el derecho a escoger el establecimiento de enseñanza para sus hijos”, dice la Constitución. Un principio engañoso, porque su cumplimiento depende exclusivamente del tamaño del bolsillo de esos padres.
Se cumple el sueño de Friedman: los clientes compran enseñanza.
El sistema público de salud chileno, bastante avanzado para su época, fue fracturado en dos. De un lado quedaron las personas sanas y con mayor capacidad de pago, atendidas por instituciones privadas con fines de lucro, las isapres, que captan la parte del león de las cotizaciones de salud: unos $ 36.000 mensuales por persona, contra $ 12.000 del sistema público. La Constitución de 1980 garantiza “el derecho a elegir el sistema de salud al que desee acogerse, sea este estatal o privado”. Pero el sistema privado tiene patente de corso para descremar la clientela a gusto, quedándose con los más rentables.
Para pobres, gran parte de la clase media, muchos adultos mayores, enfermos y personas con preexistencias (para la mayoría de los chilenos, en resumen), ese “derecho a elegir” no es más que un chiste cruel. Hay que rascarse con las propias uñas: el 31% del gasto de salud en Chile, especialmente medicamentos y consultas, sale del bolsillo de las personas, contra apenas el 13,6% de promedio en la Ocde.
En seguridad social, no hay libertad alguna para elegir. Todos los trabajadores están obligados a entregar parte de su sueldo a cuentas administradas por instituciones privadas con fines de lucro, las AFP. Como sabemos, el discurso que se repitió por 40 años sobre que esos fondos son de propiedad de cada persona, caló hondo. De ahí a pedir que cada uno pudiera retirar esos dineros había un solo paso.
Los chilenos hemos crecido en una sociedad en que la única persona en que pueden conjugarse verbos como “aprender”, “sanar” o “cuidar” es la primera persona singular. ¿Educación? Yo pago un colegio. ¿Salud? Yo contrato un seguro en la isapre. ¿Jubilación? Yo junto dinero en la AFP. El cambio no sólo es económico. Después de medio siglo, ya es sicológico y cultural.
Transformar eso, justo cuando Chile atraviesa un momento de profunda desconfianza, en todo y en todos, no es fácil. Los ciudadanos desconfían del gobierno y de las AFP; del Congreso y de las isapres; de la Convención, de los empresarios, de las iglesias y de los medios de comunicación. Y las campañas de los grupos interesados en mantener el statu quo intentan explotar esa desconfianza.
Las isapres advierten que implementar un seguro universal de salud, como ocurre en la mayoría de las democracias desarrolladas del mundo, equivale a “prohibir en la Constitución la libertad de elegir” y “deja a tres millones de pacientes a la deriva”. Las AFP lanzan campañas publicitarias para evitar “que tus ahorros dejen de ser tuyos”, algo que no sólo está prohibido legalmente, sino que ha sido descartado por el gobierno.
¡Te van a expropiar tus fondos! ¡Van a cerrar tu colegio! ¡Van a prohibir las clínicas! Todo eso es falso. La construcción de mínimos comunes no supone prohibir que las personas que puedan y quieran hacerlo adquieran libremente, en el mercado, servicios complementarios de salud, previsión y pensiones.
Las reformas pueden hacerse con moderación. Una comisión convocada por el Presidente Piñera recomendó crear un Plan de Salud Universal. Y hace largos años que expertos proponen un sistema mixto de pensiones, que fortalezca componentes solidarios sin eliminar el ahorro individual.
Es una necesidad, porque la historia demostró que Friedman estaba equivocado. El Estado de bienestar, lejos de destruir a las sociedades libres, las protege y consolida, y ha permitido la era de democracia, libertad y progreso más virtuosa de la historia moderna.
Es al conjugar la primera persona plural (“nosotros”) cuando una sociedad se vuelve firme, estable y cohesionada. Y es en esa sociedad donde todos son realmente libres. No sólo los que pueden pagar por esa libertad.
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