Columna de Daniel Matamala: Una gran hacienda

Zapallar


“Estoy de vacaciones aquí, mi tiempo vale plata en este país, mucho más que el tuyo” (…) “Primera generación que va al colegio y me estai hueveando, yo te pago tu sueldo. Ándate de acá, no te quiero ver, ándate”. El exabrupto con que una turista respondió a fiscalizadores que le pedían que se pusiera una mascarilla en la playa de Zapallar podría parecer sólo una anécdota. Pero pega en una herida abierta: el abuso del dinero y el origen social como sucedáneos de la argumentación. La creencia en que presumir de billeteras y árboles genealógicos equivale a tener la razón.

A raíz del episodio de Zapallar, muchas personas, como el filósofo José Andrés Murillo, compartieron historias similares. Profesores a quienes sus estudiantes en universidades privadas, preuniversitarios o colegios particulares les espetan que “yo te pago el sueldo”, o alumnos de educación básica que usan la variación: “mi papá te paga el sueldo”.

Los casos se repiten. Por recordar sólo algunos: un sujeto es sorprendido en una fiesta clandestina en Las Condes e insulta a los profesionales que cubren el operativo sanitario. “¡Cállate, huevón! ¡Periodista muerto de hambre!”. Compradores en el Mall de La Dehesa insultan a quienes se manifiestan en el lugar: “Ándate a tu población de mierda, roto conchetumadre” (…) “Picante, flaite, roto, cuma”. El presidente de Gasco expulsa con amenazas a tres mujeres de la playa del Lago Ranco: “Es mi jardín, ustedes se me van, o si no voy a venir a sacarlas yo y de manera no tan pacífica”.

Son reacciones emocionales en un momento de exasperación, y precisamente por eso son significativas. Algunos chilenos sienten que los conflictos se dirimen por una relación de jerarquía. Para ellos, el dinero no sólo les da acceso a más y mejores bienes y servicios; los hace además superiores a los demás, e impunes ante la ley. Incluso invierte jerarquías naturales, como la de profesor sobre el alumno, o la autoridad de quien hace cumplir la ley sobre quien es pillado en falta.

¿Cómo se explica tamaña distorsión de las normas legales, sociales y de empatía entre los miembros de una misma sociedad?

En las décadas de los 80 y 90, cuando la desigualdad comenzaba a crecer en Estados Unidos, varios autores notaron cómo esa brecha iba fracturando la convivencia social. Michael Walzer advertía que el dinero “saltaba las fronteras” económicas, transformando las relaciones humanas en commodities. Mickey Kaus urgía a resguardar “una esfera de la vida en que el dinero esté devaluado, para prevenir que aquellos que tienen dinero concluyan que son superiores”. “Cuando el dinero habla”, concluía Christopher Lasch, “todos los demás están condenados a escuchar”.

En el caso de Chile, la extrema desigualdad económica se construyó sobre la desigualdad social del feudalismo de la hacienda, y se potenció con ella. Entre la reforma agraria y la revolución de los Chicago Boys pasó apenas una década: el neoliberalismo, con el dinero como árbitro de la vida social, se entroncó directamente con la lógica hacendal del “patrón de fundo” como juez de las vidas de sus peones e inquilinos.

La socióloga Kathya Araujo lo describe como “una continuidad subterránea del ethos hacendal”, y el historiador Hugo Cancino como “la prolongación de los grandes rasgos de la hacienda en el proceso de modernización capitalista”. Por algo, dice Araujo, “la figura del patrón de fundo continúa siendo una de las maneras gráficas más frecuentes para dar cuenta de formas autoritarias en las relaciones sociales entre las personas”.

Ambas ideas de la jerarquía conviven en el Chile de hoy. Soy superior a ti, en la lógica capitalista, porque tengo más dinero (“yo te pago tu sueldo”, “muerto de hambre”, “mi tiempo vale plata, mucho más que el tuyo”), pero también, en la lógica feudal, porque mi origen social es superior al tuyo (“primera generación que va al colegio”, “picante, flaite, roto, cuma”).

E incluso, en la lógica del latifundio, porque el espacio público se entiende como una gran hacienda: una propiedad privada controlada por el patrón. Así, las playas públicas de Zapallar (“ándate de acá, no te quiero ver”), Ranco (“es mi jardín, ustedes se me van”), o el mall de La Dehesa (“ándate a tu población de mierda”), aparecen como cotos privados, del cual tienen derecho a expulsar a los distintos, a los indeseables, a los inferiores.

Ese abuso cruza toda la historia de Chile. Pero ahora choca con una nueva resistencia. El que antes se resignaba a esos atropellos, se rebela. El fiscalizador insultado, las mujeres expulsadas y los ciudadanos roteados, ahora pueden subir ese video a las redes sociales, y dar vuelta la humillación, convirtiendo al agresor en objeto del ridículo social.

Según el historiador José Bengoa, el imaginario de Chile se construyó “como una gran hacienda, en la que todos conviven en el mismo espacio, con un acuerdo tácito o explícito respecto del lugar que a cada uno le corresponde ocupar en el sistema social, con funciones diferenciadas y altamente jerarquizadas”.

Es ese modelo de relación social el que está irremediablemente superado. Entre los chilenos, destaca Araujo, “fue creciendo una intolerancia a esas formas jerárquicas, de maltrato, de ninguneo”. “Ya no se ven en el espejo del débil o del pequeño”, destaca el sociólogo Manuel Canales. La expansión de la educación “les quitó el yugo: dejaron para siempre de ser inquilinos”.

Aunque algunos, en Zapallar o en Las Condes, en Ranco o en La Dehesa, aún no se den por enterados.

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