Columna de Ernesto Ottone: Acuerdos o decadencia

Acuerdos o decadencia
Acuerdos o decadencia. Aton Chile.


Sabemos que el mundo no pasa por un buen momento, la leve mejoría económica del último tiempo no alcanza a cubrir la gravedad de la actual fase por la que atravesamos a nivel geopolítico, donde las guerras en curso parecen interminables, sin esperanzas de negociación y con peligros de escaladas aún mayores.

Las únicas celebraciones se producen cuando se logra destruir al enemigo, matar a destajo, y los números de víctimas van adquiriendo una cierta banalidad, las amenazas verbales alimentan el miedo y la desesperanza.

No tengo recuerdos de una reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas como la actual, en la cual los jefes de Estado hayan dado muestra de un lenguaje tan agresivo, con tan malas intenciones, por no decir con tanta mala leche.

Es verdad que siempre han existido personajes bufonescos e histriónicos que han marcado una que otra reunión. Es el caso de Nikita Kruschev, bajito, redondo y sonriente, con más de un diente de oro, aunque irascible en sus momentos de ira, que cuando dirigía nada menos que a la Unión Soviética durante una sesión, claro, no desde el podio, se sacó un zapato y comenzó a golpear la mesa porque no le gustó lo que decía un orador.

En otra ocasión, el belicoso Hugo Chávez, quien habló después de Bush, haciendo uso de su fino humor y de sus garbosos modales señaló que en el podio había olor a azufre porque hacía poco había hablado el demonio.

En verdad nada de eso causó mucha gracia, pero eran excepciones.

En la actual sesión de la Asamblea General se ha dicho de todo con voces desaforadas como la del Presidente de Turquía Recept Tayyip Erdogan que ha criticado la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, atacando los valores de Occidente; Benjamín Netanyahu por su parte ha calificado de “casa de la oscuridad” y antisemita a la Secretaría de Naciones Unidas y, el presidente de Argentina, cuyos resultados hasta ahora aconsejarían una pizca de humildad, por lo menos a juzgar por los niveles de pobreza que alcanzan al 52% de sus connacionales habla con categórico desparpajo como poseedor de la verdad absoluta para finalizar su discurso con un elegante ¡carajo! Otros no están dispuestos a escucharse entre sí y se retiran cuando habla alguien con quien no están de acuerdo, los tonos en general han sido más parecidos a un ring de box que a un ágora reflexiva.

Esto que sucede en la relación entre los Estados refleja una situación más amplia en las noticias, donde un mediático papanatas encuentra interesante que las únicas personas capaces de pensar con total libertad son los machos alfas con altos niveles de testosterona y las personas neuro divergentes, y que ellos lo harían mejor que el sistema democrático.

Quien ha hecho este comentario es nada menos que Elon Musk, cuyos amigos conocemos y que pareciera ser el hombre más rico del mundo.

¿Qué está sucediendo con el Homo sapiens? ¿Es que estamos llegando al final, que solo queda el apocalipsis en el horizonte? ¿O simplemente que la acumulación civilizatoria, el conocimiento, la inteligencia y el pudor se han ido de parranda?

Si el mundo que nos rodea adquiere este tipo de tonalidades en el debate, quizás algo explique el envilecimiento que muestra el debate político en nuestro país y que abarca a todos los sectores. Recién las próximas elecciones se asoman y ya el tono del debate se vuelve de una aspereza que dificulta la gobernabilidad, que no necesita más rosca. Son muchos los temas que requieren acuerdos transversales en Chile, pero al menos cuatro de ellos sin esos acuerdos no podrán resolverse por su magnitud y por su gravedad.

El primero es el de la criminalidad organizada, el aumento ilimitado de la violencia que ha alcanzado niveles imposibles de enfrentar si no se saca del debate partisano, si no se comprende que no puede ser utilizado para sacar ventajas políticas. Se requiere ausencia total de mezquindad para poner todos los instrumentos posibles, policiales, institucionales y sociales al unísono para acorralar su destructiva expansión.

El segundo es el de derrotar la corrupción, cuya profundidad desconocíamos y que jibariza una de nuestras fortalezas históricas, aquella de la institucionalidad. No hay salvación frente a la desconfianza total, y lo vemos en buena parte de nuestro entorno regional. Si ello se desmorona, se desmoronan los países en su conjunto. Si las instituciones de educación superior son fuente de recursos para la operación política, si los tribunales de justicia no tienen integridad, si la función pública en cualquiera de sus formas es vulnerable a la codicia, el país no tiene futuro.

El tercero es que no podemos sostener la convivencia pacífica del país y el aumento de la dignidad de vida de la ciudadanía, si no retomamos un camino de crecimiento sustentable que nos distinguió por veinte años en América Latina. No es posible mayor bienestar social sin mayor inversión, sin crecimiento económico, sin mayores niveles de productividad. No hay obstáculo mayor frente a ello que las visiones ideologizadas y la ausencia de colaboración público-privada.

El cuarto dice relación con la base del futuro, la revisión de nuestro camino educacional. Debemos tener la capacidad de revisar donde estamos, cuáles son los errores que se han cometido incluso con las mejores intenciones. Fue construyendo desde abajo como logramos progresar y no de manera macrocefálica. Debemos restaurar este camino, sin perder lo avanzado, pero solidificando el sistema, no solo abriendo más oportunidades si no mejorando su calidad, solo si somos capaces de hacerlo podremos responder al cambio de época que estamos viviendo.

Estas son las prioridades, la base que permitirá también avanzar en otros aspectos, pero no podemos centrarnos en debates puramente simbólicos que alegran a las diversas clientelas electorales.

Si no construimos los acuerdos necesarios de manera democrática y positiva no nos quejemos de que los extremos políticos florezcan. Ello no significa dejar de competir en base a sus propias convicciones para aspirar a gobernar, pero significa hacerlo probando quién lo puede hacer mejor, no solo tratando de favorecer a los suyos y mostrándole los dientes al adversario.

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