Columna de Gabriel Alemparte: Delincuencia y terrorismo, ¿podemos pensar un poco más allá?
¿En qué momento en Chile se perdió la capacidad de tener discusiones racionales, alejadas de tabúes, consignas o trasnochadas ideologías ancladas en el pasado?
¿En qué minuto, y qué tiene que pasar, para que los tomadores de decisiones entiendan que, o priman el sentido común y los acuerdos, pensando más allá de los límites pequeños que le hablan a la feligresía, o, de lo contrario, le saldrá caro al país?
Me hice estas preguntas mientras observaba la carga absolutamente desmedida en ideologías para discutir el proyecto de ley que regula las normas de uso de fuerza y la necesidad de dotar a las mismas de un razonable apoyo político y jurídico a los agentes de orden y seguridad. A ratos, y siguiendo con atención, había en el aire un debate que más parecía una conversación en donde se confundían el para qué, el cómo y cuál era el sentido de todo ello.
En una democracia en forma, el contrato social implica un derecho básico que debe ser proveído por el Estado, por su naturaleza, y que reside en el convencimiento de los miembros de la sociedad de entregar el uso de la fuerza de manera institucionalizada y monopólica para evitar la violencia. Por eso, el Estado moderno crea organismos para la administración de justicia y de coerción. A veces este punto por obvio se olvida, pero también se calla. Llama la atención que hoy, en un Estado que habla de pactos fiscales y otras hierbas, los chilenos asistamos a una danza de crímenes atroces que jamás habíamos visto y que ello nos haya hecho cambiar rutinas o simplemente tener miedo.
Una de las razones por la que el Estado moderno existe, es para dar protección, seguridad y orden, con el fin de asegurar libertades públicas y progreso. Ello claramente no está siendo cumplido como la función primordial y primera de éste. Sin orden y justicia, no hay libertad ni progreso. Esta simple idea se diluye en un tabú excesivamente garantista, muy propio de un academicismo woke, que olvida que allá afuera está la calle, los comerciantes que empiezan a pagar extorsiones para trabajar, los hijos que no pueden ir solos a la escuela y el horror de una violencia cada vez más escabrosa y a la que nos acostumbramos pues, digámoslo, aún no alcanza a los más poderosos.
¿Qué ocurrirá el día que sea un diputado, un senador o un fiscal, o sus familias los afectados? Es la pregunta que corre. ¿Sólo ahí reaccionarán algunos? ¿Olvidan el asesinato de Luis Carlos Galán en Colombia o el alevoso crimen de Luis Donaldo Colosio en México? Ejemplos de violencia hay miles, y el desastre no tiene vuelta cuando alcanza a la sociedad y se inmiscuye, en los espacios de poder, el crimen organizado.
Hoy los chilenos pagan un impuesto adicional, por lo demás injustamente regresivo. Lo cargan con más fuerza los pobres que los pudientes o poderosos. Es el tributo del terror de la inseguridad, ese que balea niños pequeños en enfrentamientos narcos en una población, ese que inaugura casas de tortura o que asesina a mansalva a alguien que tras ser asaltado entrega todos sus bienes.
La semana recién pasada, observamos nuevamente al gobierno y a su coalición haciendo lo posible por frenar la agenda de seguridad y la discusión de las reglas de uso de fuerza. Lo han hecho antes. Se vanaglorian de los proyectos aprobados en esta materia a lo largo de éstos dos años, pero, a renglón seguido, olvidan que los propios han simplemente rechazado los mismos o los han enviado al Tribunal Constitucional que tanto criticaban hasta encontrar una mayoría circunstancial (la frivolidad de siempre).
El Presidente Boric ha contado inequívocamente con los votos de las oposiciones de centro y de derechas en cada iniciativa (muchas de ellas que se arrastran de gobiernos anteriores en materia de seguridad). Si fuese por los propios, o por sus actitudes siendo diputado y varios de los que lo acompañan hace algunos años, quizás otro gallo nos cantaría a estas alturas.
Pero seamos claros, lo que enfrentamos hoy es un diálogo torpe sobre fenómenos muy distintos. Uno con el romanticismo que le atribuye el PC-Frente Amplio al estallido social –asesinato del “perromatapacos” de por medio- que cree que las RUF darán impunidad a agentes del Estado al enfrentar una movilización social, cuyas características más acercan a la desobediencia civil de Gandhi que a los overoles blancos del Instituto Nacional, o a los turbazos y saqueos de esos días. Lo que no logran entender, es que hoy el problema es más complejo.
La violencia ha llegado a extremos aún más duros, producto en parte de la anomía generada románticamente por algunos de los que hoy gobiernan. No sólo se trata de violencia en las calles y ciudades, donde los índices de homicidios consumados alcanzan por cada 100.000 habitantes los números de Centroamérica uno de los lugares más riesgosos del mundo, sino que de un fenómeno que se mueve más allá de éste gobierno: el terrorismo. Éste, cada vez más violento, organizado en la macro zona sur (Araucanía y Provincia de Arauco) donde el armamento de guerra campea y el entrenamiento del uso de técnicas de guerrilla, permiten sospechar, incluso, del apoyo de agentes terroristas extranjeros. Sabido es que agentes de las FARC y ETA en su momento, pasearon por esas tierras, y no hace mucho (¿Alguien recuerda los correos de las FARC encontrados después de un bombardeo de Uribe sobre territorio ecuatoriano?).
Por mientras, la discusión de las reglas de uso de fuerza imagina el control del orden público en un nivel de protesta callejera, olvidando fenómenos aún más complejos. En medio quedan las Fuerzas Armadas y las de Orden y Seguridad, quienes sienten la falta de apoyo político y jurídico, tanto por razones históricas (equivocadas a mi juicio), como de recientes casos. Si bien es cierto, las condenas a agentes de seguridad por el estallido social son bajas, subyace una política de ninguneo, incluso de permanente acoso a la labor de orden por parte incluso de éste gobierno y su coalición (véase el acoso al General Director Yáñez para obligarlo a renunciar).
En este orden de cosas, se da la discusión de las RUF y de un elemento más delicado aún. Regulado el uso de la fuerza, la pregunta es que podría ocurrir en un intercambio súbito de armamento de guerra entre pandillas cada vez más poderosas, o bien con el terrorismo en el sur de Chile. Es aquí donde el quid del asunto encuentra su mayor conflicto. No es lo mismo una protesta callejera, por más violenta que ésta sea, que un enfrentamiento armado con grupos terroristas o altamente armados.
Por ello, la iniciativa de acompañar a las RUF de un sistema de juzgamiento de uniformados en el uso de armamento y en funciones no resulta descabellado, si se toman providencias necesarias. Primero, la justicia militar en Chile sí existe, para juzgar casos que no involucran a civiles. He aquí el gran triunfo de haber terminado con un sistema que generaba responsabilidad del Estado y desigualdad ante la ley. Segundo, reponerla para casos acotados no es (manida expresión) un “retroceso civilizatorio”, siempre que se acompañe de determinadas ideas matrices. La justicia militar que por su especialización no genera hoy una desigualdad ante la ley, mientras juzgue a militares por hechos de servicio y no a civiles.
La justicia militar es razonable que sea aplicada en casos excepcionales de acción militar, donde se requiere la aplicación ciertas eximentes (como la del artículo 208 del Código de Justicia Militar que jueces y fiscales dan por inexistente) y, por cierto, donde por la naturaleza de la acción, requiere de conocimiento de procedimientos complejos.
Perfectamente podríamos ensayar el juzgamiento por Tribunales Militares de acciones de uniformados en casos de delitos específicos (homicidios, lesiones o cuasidelitos), siempre bajo estados de excepción constitucional (no en estados de normalidad) y en el desarrollo de actividades propias de esos estados de excepcionalidad, tales como, cuidado de infraestructura crítica, resguardo de fronteras (cada vez más porosas) y, por cierto, el combate al terrorismo. Esto último acompañado de una ley antiterrorista moderna que permita definir con precisión el tipo penal y catálogo de conductas de naturaleza terrorista (España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos lo han hecho). Sobre los Tribunales Militares, para estos casos de excepción, habría que pensar, quizás, en una composición mixta de jueces civiles y uniformados, tanto en sus tribunales como en las Cortes Marciales. Junto a lo anterior, considerar el fin de un sistema inquisitorial, y la defensa pública o quizás la acusación por un equipo especializado de personas con experiencia militar desde el propio Ministerio Público.
Ideas pueden haber muchas más si pensamos sin ideologías y con más sentido común. De lo contrario, poco avanzaremos en el control de una delincuencia y un terrorismo que avanzan y dejan al Estado inexistente en lugares del territorio. Ese puede ser el principio de algo donde no hay vuelta atrás.
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