Columna de Héctor Soto: Grandezas y torpezas

Hand


Una joya. Puesto que la cartelera no solo es mala sino también pavorosa, nada mejor que husmear cuentas pendientes en alguna plataforma audiovisual. Mubi, por ejemplo, está ofreciendo un conjunto de películas de la mejor época de Wong Kar Wai, entre las cuales destaca una, The Hand, que nunca llegó a la cartelera, entre otras cosas porque fue concebida como mediometraje (dura unos 55 minutos) que integraba la película Eros, compuesta de tres episodios. Más que un fracaso, la cinta fue un descalabro. Los otros dos episodios eran, uno de Antonioni, que ya tenía 91 años e iba en caída libre, y el otro de Steven Soderbergh, que apenas calificó según la crítica. Eros fue de esos proyectos que sus productores decidieron pasar a pérdida antes del estreno. Por lo mismo, Mubi tomó hace poco una gran decisión al aislar el trabajo de Wong Kar Wai para visibilizarlo como se merece. La cinta es preciosa y, como todas las películas suyas de esa época (Con ánimo de amar, 2046, Las cenizas del tiempo Redux), es también desaforadamente romántica. Aunque su historia pareciera refutar ese romanticismo -porque trata de sexo turbio y de la relación entre una prostituta y el aprendiz de sastre que le confecciona los vestidos-, lo cierto es que The Hand ayuda a entender mejor por qué las realizaciones de este cineasta excepcional fueron tan conmovedoras, tan elegantes, sensuales e intensas. Wong Kar Wai sabe vestir como nadie a sus heroínas y esta vez ese es precisamente el tema de la realización. Están puestos sobre la mesa todos los datos para hablar incluso de fetichismo. La protagonista es una mujer joven que, más allá de la sordidez de su oficio, es muy distinguida en su estatura, en sus facciones, en sus trajes ceñidos y de cuello alto. Filmada en Hong Kong el año 2003, cuando China, para variar, era escenario de una epidemia que fue una suerte de ensayo general de lo que vendría años después, el rodaje se llevó a cabo en medio de enormes restricciones económicas y sanitarias. Pero como Wong filma en espacios muy reducidos, como su sentido estético convierte hasta el más lúgubre y hediondo de los rincones en espacios cargados de belleza y lirismo, y como es capaz de hacer cine prácticamente con nada, The Hand, aparte de ser una fiesta en términos audiovisuales, es un título indispensable en la trayectoria de su autor.

Pobre Nobel. La Academia anda extraviada desde hace tiempo. ¿En qué estaban pensando cuando, desafiando la ridiculez, le dio el Nobel a Bob Dylan? ¿Quién les dijo que Jon Fosse, el premiado del año pasado, podía ser un buen escritor, en circunstancia que apenas pasa raspando la mediocridad? ¿Acaso la declaración de la ganadora, Han Kang, en cuanto a que ella no iba a celebrar el premio por toda la gente que muere en el mundo por culpa de la guerra, no es suficiente para quitárselo, como propuso con impecable rigor el gran John Banville? Lo que dijo no solo es una estupidez. Si tuviera 18 años, podríamos hablar de inmadurez. A los 57, se parece mucho al cretinismo y revela que la gangrena de la corrección política en su caso es irreversible.

Realismo. Puede ser cierto lo que afirma una crónica del diario El Mundo, en orden a que Lev Tolstoi, el más grande escritor realista de todos los tiempos, sabía en verdad poco de la realidad. Lo dice porque quien realmente lo conectaba con el día a día, con las cosas concretas, era su mujer, Sonia. Era ella quien administraba la hacienda donde vivían, quien cuidaba de la familia, quien educaba a los hijos, quien llevaba la casa, quien editaba y corregía en primer lugar los textos de su marido. Fue Sonia quien copió siete veces -¡sí, siete veces!- las sucesivas versiones de La guerra y la paz. Sonia Bers de soltera, hija de un famoso médico moscovita, antiguo amigo de los Tolstoi, era18 años menor que su marido. Poco después de casarse, el escritor le dio a leer sus diarios y esa fue la primera crisis que tuvieron. Los textos daban cuenta de las trapacerías y del libertinaje de Tolstoi en su juventud. De las amantes que tenía. De la sífilis que contrajo. Pero ella lo perdonó y la pareja tuvo largas décadas de felicidad. Los años finales, sin embargo, fueron un infierno. Las cosas comenzaron a cambiar a raíz de la crisis que tuvo el escritor alrededor de los 50 años, cuando advirtió que su vida era un deprimente vacío. Después de eso se entregó sucesiva y compulsivamente a la religión, al socialismo, al naturalismo, a la pobreza, a la redención campesina, al servicio misional, siempre en términos extremos y siempre con inconstancia. Fue Sonia quien salvó la hacienda de la cual él quiso desprenderse. Fue ella quien protegió sus derechos de autor, quien soportó sus berrinches, quien sacó adelante a sus ocho hijos, de los trece que engendraron. Durante un tiempo, es cierto, le cobró las cuentas conyugales pendientes manteniendo una relación adúltera con un compositor musical mucho más joven que ella, experiencia que duró dos o tres años y que humilló profundamente al escritor. Ese desquite explica quizás que al final de su vida Tolstoi aborreciera a su mujer. En términos de inteligencia práctica, de serenidad, de moderación, de sensatez burguesa, de sentido común, era todo lo que él decía despreciar. En verdad, Tolstoi no tenía de qué extrañarse. Él mismo había escrito a los 20 años que todas las familias felices se parecen, pero que cada familia infeliz lo es a su manera.

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