Columna de Héctor Soto: Gritos y susurros
Grande. Alice Munro, premio Nobel de literatura del 2013, que murió esta semana a los 92 años, impartió sin quererlo una lección de modestia y concisión en la narrativa contemporánea. ¿Para qué escribir 400 páginas si se puede decir en seis? ¿Para qué gritonear si se convence mejor susurrando y dejando entrever? Nacida en Canadá al suroeste de Ontario, en una familia de granjeros, se crio en un ambiente más bien rural y de pueblo chico y convirtió al cuento en una disciplina de paciente, detenida y encarnizada observación. Fue feminista antes que esta sensibilidad se vistiera en tenida de combate y una grandísima escritora antes que los premios y las lógicas de la industria editorial pudieran colonizarla con modas fugaces, estereotipos culturales o libros gordos. Lo suyo siempre fue el cuento. No el cuento que gana por KO, según fantaseaba Cortázar. Tampoco el de quienes lo ven como opción obligada para no latear. Su modelo debe haber sido Chéjov, que era capaz de hacer de nada un relato emocionante y revelador. Los de la Munro eran sobre mujeres solas, sobre niñas y mujeres adultas, sobre ancianas que habían visto poco y chicas que habían visto demasiado. También sobre personajes destituidos: el deficiente del pueblo que tiene inmunidad para encabezar todos los años los desfiles cívicos, la cocinera que hace unas galletas navideñas insuperables, la chica feúcha que sorprende a la cátedra y pasa la noche con el más guapo del colegio. Fue inagotable en producción (unos 14 volúmenes en cuatro décadas) e inagotable también en inspiración. No obstante escribir sobre mundos pequeños, nunca se repetía y en su prosa no había desperdicio. Fina, delicada y auténtica, Alice Munro seguirá oyéndose cuando el ruido de muchos novelistas aplaudidos y estruendosos de esta época se haya apagado.
Kant. El pasado mes de abril se cumplieron 300 años del nacimiento de Immanuel Kant y nadie diría que mucha gente perdió el sueño pensando en rendir tributo al filósofo que más contribuyó a forjar la identidad cultural de Occidente. Pensador adelantado a su época, sobre todo por su confianza en la razón y en la democracia, su vida estuvo llena de ironías: habiendo pensado el mundo mejor que nadie, apenas salió de su ciudad; nunca se casó y despidió al criado que había tenido por décadas un año antes de morir; a pesar del éxito que tuvieron sus obras, hacia el final se fue hundiendo en la soledad y el ostracismo. Tampoco la posteridad ha sido muy generosa con él. Cuesta entender que su ciudad, Königsberg, ahora sea parte de Rusia y se llame Kaliningrado. Parece además raro que sus habitantes hayan rechazado hace seis años bautizar con su nombre el aeropuerto local. “Escribió un montón de libros incomprensibles”, dijo alguien. Creyó que de la madera torcida de la humanidad no podía salir nada recto y siempre exhortó -no digamos que con mucho éxito- a luchar contra el creciente poder de la barbarie.
¡Oh, Rumania! Una cosa por otra: los rumanos probablemente no califican entre los países más expectables o civilizados de Europa, pero han estado haciendo consistentemente un cine que le da cancha, tiro y lado al del Viejo Mundo. Y también del nuevo, Chile incluido. No esperes demasiado del fin del mundo, cinta del año pasado y que está en Mubi, es un gran testimonio al respecto. Provocativa, sencilla, barata en términos de producción, feroz en su inspiración y sus alcances, esta cinta vuela alto, en términos de agudeza y lirismo, allí donde buena parte del cine contemporáneo está tullido. La realización de Radu Jude mezcla tres líneas de desarrollo: la primera, las 24 interminables horas de una chica que es asistente de producción de una productora audiovisual y que durante todo el día corre de un lado a otro a palos con la vida, con su trabajo y con el caos urbano de Bucarest; la segunda corresponde a los videos que ella graba como influencer para descargar frustraciones, desde otra identidad y con una cantidad de improperios y obscenidades que nadie podría reproducir sin menoscabo de la decencia. Y la tercera viene dada por imágenes ochenteras de otra película rumana que habla de una conductora de taxi y su flirteo con uno de sus pasajeros. Aunque estas líneas de la trama no siempre se cruzan, a un nivel poético sin embargo consiguen no solo fundirse sino también plasmar una mirada terrible sobre la sociedad rumana. Una mirada que, además de cáustica, es compasiva, humorística, demoledora e inolvidable. Son muchos los aspectos que llaman la atención en esta película. Hay desde luego una crítica implacable a las asimetrías del capitalismo y a las operaciones de blanqueamiento de imagen que realizan las transnacionales. Hay una apuesta emocional indudable, de respeto y cariño hacia esa chica falta de sueño que escucha una música horrorosa para no dormirse al volante y que soporta tacos, improperios y agresiones mientras conduce. Hay una libertad expresiva que cada día se ve menos. Y hay un glorioso desenfado, reñido con el buenismo, con el victimismo, con la corrección política y la falacia de los discursos ideológicos. Este es un realizador que no comulga con las ruedas de carreta de nadie. Aquí es insolente respecto de los enjuagues corporativos para engañar a la gente corriente. Pero en el corto The Potemkinists también lo había sido al reírse de las mentiras históricas con que Sergei M. Eisenstein compuso esa nave insignia de la imaginación revolucionaria que es El acorzado de Potemkim. Una y otra hebra explican la autoridad fílmica, política y moral del realizador.