Columna de Héctor Soto: Ofertas varias
El cuento del tío. A pesar de haber filmado en los últimos años películas que son atroces de malas, Wim Wenders sigue teniendo algo de rating en la crítica mundial y está bien que lo tenga, porque nadie le podría quitar las notables películas que filmó hasta los años 80 (Alicia en las ciudades, En el curso del tiempo, El amigo americano, París-Texas). Pero el asunto se vuelve discutible cuando ese prestigio se convierte en subsidio para calificar de buena una cinta que apenas es regular. Días perfectos, que pasó hace poco por la cartelera, que compitió por el Oscar a la mejor película extranjera y que estará en la cartelera de Mubi a partir del 12 de abril, pone en el centro de su relato al personaje el señor Hirayama, un empleado cuarentón que limpia baños públicos en la ciudad de Tokio y que lleva una vida plácida, silenciosa, rutinaria y solitaria, haciendo su trabajo con esmero, leyendo a Faulkner por las noches y escuchando rock clásico -The Animals, Van Morrison, Lou Reed, Patti Smith o Nina Simone-, mientras va con su vehículo de un lugar a otro en cumplimiento de sus labores. Un día se le aparece en casa una sobrina y, aunque para Hirayama su presencia es una enorme sorpresa, la verdad es que su vida no se altera mucho. Para Wenders, su protagonista es feliz. Muy feliz. Nada lo descompensa. No tiene demonios ni pesadillas. Está operado de los nervios. Ama su trabajo, disfruta su soledad, adora su mutismo. Nunca se le pasa por la cabeza fisgonear, hacer trampa o incurrir en una incorrección. No hay amanecer que no lo reconcilie con la belleza del cielo y la majestad de uno de los árboles de su barrio. No hay momento, mientras maneja, que un casete no lo transporte beatíficamente a los cielos. Su único vicio son las fotos en blanco y negro que captura con una cámara analógica. ¿Cómo tanta satisfacción, se pregunta uno? ¿Qué tiene él que no tengamos nosotros? ¿Es verosímil semejante plenitud, preadánica, por así decirlo? Aunque los críticos digan que sí, porque eso es lo que han dicho, la verdad es que cuesta comprarle a Wenders esta oda al conformismo. Y aun si se la compramos, la verdad es que tampoco es muy interesante. Ese tío está demasiado satisfecho en sus zapatos. Borges decía que él no sabía si podían escribirse novelas en el infierno, pero de lo que estaba absolutamente seguro era de que es imposible escribirlas en el paraíso.
Los tres grandes. En una página tan provocativa como espectacular de su libro de crónicas y ensayos No callar (Tusquet, 2023), Javier Cercas, el autor de Soldados de Salamina y El monarca de las sombras, entre otras buenísimas novelas, plantea que solo muy de tarde en tarde un escritor logra cambiar el código literario de su época. En nuestra lengua, dice Cercas, hay solo tres: “Garcilaso lo hizo a principio del siglo XVI, adaptando al castellano la música italiana de Petrarca; Rubén Darío lo hizo a finales del XIX, adaptando la música francesa de Verlaine; Borges lo hizo a comienzos del siglo XX, adaptando la música inglesa de una serie de prosistas, en teoría más bien menores, de la era victoriana. Los tres -remata Cercas- son revolucionarios netos, que renuevan la raíz de la lengua literaria y las convenciones de su época”. Líneas así son las que hacen de Cercas un ensayista fuera de serie.
La criatura del deseo. Así se titula la increíble novela corta de Andrea Camilleri que acaba de publicar Salamandra. Es una novelita sin mayores pretensiones, muy expositiva y concluyente, muy poco literaria, por decirlo así, basada en hechos históricos y algunas, pocas, conjeturas. No tiene nada que ver con los relatos sobre las famosas experiencias policiales del comisario Montalbano que tanta fama y fortuna le dieron a Camillere, muerto en 2019, tanto en la industria editorial como en la televisión. El eje del libro es la intensa relación que unió a Alma Mahler, ya viuda del insigne compositor, con el pintor austríaco de origen checo Oscar Kokoschka, profeta salvaje y brutal de la pintura expresionista, poco antes de la Primera Guerra Mundial. Cuando ambos se conocen, ella era siete años mayor que él. Sabíamos que había sido un amor tormentoso. Sabíamos que Alma Mahler fue una de las mujeres más lindas de su tiempo, también de las más liberales, y que subyugó a muchas figuras prominentes de la cultura, la política y el beau monde de su tiempo. Lo que no sabíamos -y es lo que Camilleri aporta- son los rasgos explosivos, neuróticos y psicopáticos de ese idilio; tampoco dimensionábamos el fuego de la pasión erótica que los juntó y que, aunque duró solo poco más de tres años, marcó al pintor, poeta y escenógrafo de por vida, no sin que antes él, en una decisión al mismo tiempo ingenua, patética, sucia y delirante, hubiera mandado a hacer, centímetro a centímetro, una muñeca a imagen y semejanza de Alma para congelar en ese fetiche el amor y la pasión que le profesó de por vida. La experiencia de Kokoschka, que por cierto no estaba en sus cabales, tiene mucho del mito de Pigmalión, el escultor de la antigua Grecia que desilusionado de las mujeres de su comarca esculpe en marfil a la mujer perfecta y le pide después a Venus que le dé vida para formar con ella una familia. Sí, también recuerda a Vértigo, de Hitchcock, donde el protagonista, en el paroxismo de la imaginación romántica, intenta “rehacer” a la mujer que el destino le arrebató. Pero no. Esto de Kokoschka es mucho más fuerte, grotesco y demencial. ¡Cómo que no lo sabíamos! ¡Cómo fue que tuvo que venir ese viejo sagaz y busquilla que fue Camilleri para contárnoslo!