Columna de José Miguel Ahumada: El fin del libre comercio

FILE PHOTO: Cargo ship 'Cosco Shipping Gemini' of Chinese shipping company Cosco is loaded at the container terminal 'Tollerort' in the port in Hamburg
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Los gobiernos reniegan del libre comercio y abrazan el proteccionismo, los organismos multilaterales miran lo que sucede como zombis, las democracia liberales ven agrietados sus principios y se debilitan. Eso es, a fin de cuentas, el legado de un proyecto en bancarrota.



Piensen en el escenario internacional del periodo 1990-2008: un orden multilateral de libre comercio, unido a una red de acuerdos comerciales bilaterales, que establecía sólidas reglas a los Estados, garantizando el libre flujo de bienes, servicios, inversiones y capitales entre fronteras. Aquello, se suponía, causaría crecimiento económico general, el desarrollo de los países más pobres y la consolidación de las democracias liberales.

En efecto, el comercio mundial creció: de equivaler a un 37% del PIB mundial en 1980, pasó a un 61% el año 2008. Las inversiones y los flujos financieros también acompañaron al comercio en esa agresiva expansión, mientras que la OMC, el FMI y el BM −esa Santísima Trinidad comercial− resguardaban aquel crecimiento, y los países en desarrollo firmaban acuerdos comerciales en forma obsesiva, con el fin de dar al mercado señales de compromiso y solidez de sus instituciones.

¿Qué queda hoy de aquello? Prácticamente nada. Desde la crisis del 2008 el comercio no solo ha disminuido su crecimiento, sino que hoy ha caído a un 56%, comenzando lo que algunos han denominado el periodo de la ‘desglobalización’. Todo comenzó con la crisis financiera del 2008, derivada de un ciclo de endeudamiento privado y financiarización de la economía norteamericana, gatillando una década económica perdida mundial. Fue solo la intervención del Estado lo que rescató al mercado financiero, inyectándole una liquidez no vista antes, pero dejando a los propietarios de viviendas, endeudados y trabajadores a su propia cuenta.

Mientras los gobiernos de las economías desarrolladas salvaban a los mercados financieros, sus estructuras productivas sufrían de una intensa desindustrialización y crecientes desigualdades, abriendo el paso a la emergencia de gobiernos populistas que han agrietado las bases de la democracia (piensen, por ejemplo, en el ‘Rust Belt’ y su relación con Trump, en EE. UU.). En ese preciso contexto depresivo de las economías capitalistas desarrolladas, China emerge como potencia industrial a partir de un estrategia de inserción económica completamente distinta a la liberal, basada en activos subsidios a sectores estratégicos industriales, financiamiento público a nuevas inversiones, empresas estatales gigantes participando en sectores clave, manejo político del tipo de cambio, entre otras medidas.

EE. UU. acusa que con esas políticas China ha quebrado sus compromisos ante la OMC con el libre comercio. Sin embargo, EE. UU. implementa hoy, como réplica, un paquete de políticas industriales de subsidios selectivos a manufactura, sustitución de importaciones y bloqueo a inversiones extranjeras. Por su lado, sin querer quedarse atrás, la UE propone un Plan Industrial Verde, promoviendo un proto-proteccionismo y un uso de subsidios estratégicos para sus industrias.

Ante eso, la OMC parece una especie de zombi: no puede reaccionar porque EE. UU. bloquea su órgano de Apelaciones y pocas economías respetan sus preceptos. Indonesia, por poner un ejemplo, ha bloqueado la exportación de níquel si este no es procesado nacionalmente y Honduras ha criticado abiertamente los tribunales internacionales, y ni la OMC ni los acuerdos comerciales tienen ya nada qué decir. Es más, ni durante el Covid, −cuando era urgente permitir que países tuvieran acceso libre a patentes para producir vacunas−, ni ante la crisis climática, la OMC ha podido proponer algo. Solo ha permanecido estática, inerte, en silencio, presa de su propia ineficacia.

Los gobiernos reniegan del libre comercio y abrazan el proteccionismo, los organismos multilaterales miran lo que sucede como zombis, las democracia liberales ven agrietados sus principios y se debilitan sin capacidad de respuesta ante los crecientes problemas globales. Eso es, a fin de cuentas, el legado de un proyecto en bancarrota.