Columna de José Miguel Ahumada: El liberalismo progresista y la victoria de Trump

FILE PHOTO: Republican presidential nominee and former U.S. President Donald Trump campaigns at Dorton Arena, in Raleigh


Seguramente en los siguientes días tendremos una ola de columnas y artículos explicando las diferentes aristas del nuevo triunfo de Trump en Estados Unidos. Se escribirá sobre cómo Trump bloqueará cualquier acción tendiente a combatir el cambio climático, a re-establecer el multilateralismo, a buscar la paz y tener un buen entendimiento con China. Se mirará con sorpresa cómo la gente pudo haber votado (por segunda vez) por un liderazgo como él, o cómo las redes sociales pudieron haber sido un espacio de guerra política para la cual la democracia no parece estar capacitada.

En fin, todos esos lamentos serán ciertos, pero inútiles. Y es que hay que mirar más allá del corto plazo y observar las tendencias de largo plazo que han conducido a un escenario como el actual.

En el plano productivo, el liberalismo progresista que dominó la política norteamericana desde los 1990s en adelante apostó a una agenda de profunda liberalización comercial y financiera, bajo la premisa de que lo que es bueno para la gran empresa, es bueno para EE. UU., y de que el libre comercio, resguardaría la competitividad de la industria norteamericana. Aquella ideología corporativa-financiera del liberalismo progresista (no solo en EE. UU., sino también en Chile), no advirtió que esa liberalización implicaría un desplazamiento sostenido de industrias nacionales a China y otras latitudes, dejando a regiones enteras desindustrializadas, y a una población condenada a empleos precarios. Todo bajo las narices de una pasiva elite liberal progresista que dejó que, por 30 años, EE. UU. perdiera competitividad en todas las industrias más dinámicas, ante la emergencia asiática.

La liberalización financiera, promovida por los gobiernos demócratas, no solo generó un espiral de endeudamiento en las clases trabajadoras y medias, sino que hizo estallar la economía con una crisis financiera de la cual EE. UU. aún no logra recuperarse. Desde 1990 hasta antes de la crisis financiera, el crecimiento norteamericano fue de un 2.8% promedio, mientras que desde la crisis hasta la actualidad el crecimiento ha caído a un promedio de 1.7%. A pesar de todo el dinero público destinado al sector financiero, esto no repercutió en una recuperación vinculada a empleos más sofisticados y de calidad.

Ante una economía estancada, con grandes desigualdades y empleos precarios, los últimos gobiernos han intentado retomar el liderazgo industrial, abjurando de todo lo que antes creían y promovían al mundo. Han retomado una cierta agenda de políticas industriales, han impuesto políticas de sustitución de importaciones, regulación de las inversiones extranjeras, mecanismos de contenido local de la producción, y subsidios para traer industrias de vuelta a EE. UU.. Pero estas medidas han sido demasiado débiles y han llegado demasiado tarde. Recuperar 30 años de desindustrialización para volver a ser una economía competitiva con industrias de punta y empleos de calidad, es una tarea titánica para una economía estancada, con débil recaudación fiscal y con los principales resortes de la inversión en manos de grandes corporaciones, que ven los asuntos de seguridad nacional y de reindustrialización como agendas de la cual ellos no tienen por qué hacerse cargo.

¿No tendrá algo que ver estos resultados económicos con el desencanto colectivo con el liberalismo progresista y su retórica tecnocrática? ¿no habrá algún vínculo entre estos resultados económicos paupérrimos del liberalismo de las elites políticas con su pérdida de credibilidad?

La nueva izquierda, que podría haber aprovechado este descontento, tampoco ha logrado presentar liderazgos propios, y su encanto parece haberse diluido rápidamente entre la población. Quizás parte de la explicación esté en su falta de preocupación por las dimensiones materiales y económicas de lo político, por su incapacidad de presentar una agenda en torno a un crecimiento dinámico, a políticas industriales robustas, a medidas de redistribución unidas a la creación de empleos de calidad. Una nueva izquierda productivista parecer urgente, pero inexistente.

Ante una izquierda ciega a lo material, y una centro izquierda liberal, quien logró cautivar el descontento no fue la derecha tradicional, sino la efervescencia de Trump que promete ‘mano dura’ con la competencia china, una agenda robusta de proteccionismo para una recuperación dinámica, y encarna un rechazo a la elite tecnocrática liberal y su cosmopolitismo de mercado. ¿Acaso no es ese mismo cosmopolitismo el que ha generado el Rust Belt y el derrumbe de regiones enteras? No es de extrañar que los votantes dejen de verse reflejados en el multilateralismo. El que la ONU sea hoy por hoy incapaz de asegurar la paz ni la concordia entre naciones, o que la OMC no brinde respuesta alguna a ningún problema actual, no hace más que profundizar el rechazo y desinterés por dicho orden internacional.

Pero sabemos que Trump no representa un real ‘desafío’ al liberalismo progresista, sino más bien una sobredosis de sí misma. ¿No es preocupante que Elon Musk aparezca mano a mano con Trump empujando su candidatura? ¿o que Jeff Bezos haya forzado a que el equipo del Washington Post no tomase una posición a favor de Kamala Harris? La influencia del dinero en la política antes tenía que, por lo menos, pasar por un filtro, realizarse en forma discreta, manteniendo la apariencia de una república y no de una oligarquía. Hoy eso se desvanece y los ricos pueden hacer uso directo y sin pudor de su poder sobre las instituciones de la república. Un poder que, sin embargo, se construyó tras décadas de liberalización y garantías provistas por el liberalismo progresista, todo sea dicho.

Keynes, a principios del siglo XX, decía que la gran amenaza de la civilización moderna era que las elites políticas estaban presas de una ideología liberal incapacitada para tomar acciones concretas para salvar la república de las inestabilidades de la economía. No hacer nada, para que ‘en el largo plazo’ las fuerzas del mercado, espontáneamente, encontraran soluciones óptimas, era solo una puerta abierta a un creciente descontento y al aprovechamiento de aquello por un populismo reaccionario. La historia no se repite, pero rima. Guste o no, Trump es el resultado final del liberalismo progresista.

Por José Miguel Ahumada, académico del Instituto de Estudios Internacionales de la U. de Chile.