Columna de Juan Carlos Yánez Andrade: Una respuesta al último libro del historiador Rafael Sagredo

Foto: Mario Téllez/La Tercera


Rafael Sagredo, actual premio nacional de Historia, docente de la Universidad Católica de Chile y director del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, nos presenta su última obra. Un ensayo sobre el quehacer público del político e historiador Alberto Edwards, titulada Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile (FCE, 2024). A través de la presentación de un conjunto de textos del historiador, entre ellos algunos poco conocidos, Sagredo ofrece un ensayo sobre el uso político que, según él, le habría dado Edwards a la historia.

Alberto Edwards (1874-1932), fue un abogado y principalmente ensayista, cuyo pensamiento se entronca con los pensadores de la crisis del centenario, periodo de efervescencia intelectual que coincide con las fiestas del centenario de la Independencia (1910) y que lleva a una generación de pensadores a preguntarse por la crisis política, social y cultural que vive el país, entre los cuales se puede nombrar a una variedad de autores: Enrique Mac-Iver, Alejandro Venegas, Francisco Antonio Encina, Tancredo Pinochet, Nicolás Palacios, Luis Emilio Recabarren, Luis Galdames y Guillermo Subercaseaux. Es cierto, la mayoría decantará por posiciones conservadoras y nacionalistas, que veían en el pasado portaliano (1831-1861) un periodo de esplendor y desarrollo nacional. También algunos de ellos vieron en Carlos Ibáñez del Campo una especie de restaurador nacional y la figura autoritaria que pondría fin al parlamentarismo desenfrenado y la corrupción política, e implementaría en una adecuada transición la recién aprobada Constitución de 1925.

La crítica a la que apunta Rafael Sagredo sobre el quehacer historiográfico de Alberto Edwards se debe al hecho de que este último le habría dado un uso –y abuso– político a la historia, para apoyar y consolidar en el poder del Estado sus ideales conservadores. Es efectivo, Edwards fue un político y colaboró con la dictadura de Ibáñez y en esa colaboración buscó promover sus ideales restauradores de un pasado real e imaginado. Al ser un ensayista, aplicó el pensamiento decadentista de occidente en los grandes trazos de la historia de Chile, sin ningún trabajo de archivo y poco método riguroso que respaldara sus escritos. Sin embargo, la crítica de Sagredo, siendo justificada, es injusta ya que el propio Alberto Edwards se habría incomodado al saber que hoy se lo recuerda como un historiador y se lo compara con un erudito de archivo. El ensayo, al cual recurrió la generación del centenario, era el recurso literario que podía exponer de mejor manera los ideales que estaban en juego en occidente, así como pensar el Chile de larga duración. De hecho, el ensayo tuvo tal penetración que fue acogido de manera entusiasta por la historiografía marxista chilena de los años 1950, siendo Julio César Jobet su máximo exponente.

Las dictaduras necesitan ideas en donde apoyarse, pero también las revoluciones y los estallidos sociales. Imaginarios que les den sustento a los procesos, que los conecten con un pasado inmemorial o incluso más cercano (¡no son solo 30 pesos, sino 30 años!), que aglutine distintos grupos o sectores, en fin, que aseguren su proyección. A través de esta operación de las ideas, se dificulta ver del todo la realidad que suponen muchos de estos procesos: muerte, persecución (desde el exilio hasta la cancelación de hoy), saqueos (empresariales y los del lumpen, ya que moralmente son lo mismo), entre otras barbaries. Responsabilizar a los intelectuales por el uso y abuso que las dictaduras le puedan dar a sus ideas, es suponer, por ejemplo, que Nietzsche y Wagner prefiguraron el nazismo. De ahí, que a nuestro parecer sea un poco abusivo el uso de dos imágenes en la portada del libro de Sagredo: la de Ibáñez y Pinochet. Es otra forma de quedarse con los eslóganes fáciles y digeribles, como si el siglo XX comenzara y terminara con una dictadura, cuestionando aquella idea fuerza de que nuestro país fue un modelo de institucionalidad democrática y que permitía mostrarnos como distintos al resto de América Latina. Es cierto, nunca fuimos un modelo, pero equiparar la dictadura de Ibáñez con la dictadura de Pinochet, unidas solamente por una lejana filiación de ideas conservadoras, es como mínimo una exageración, solo explicable con fines editoriales.

La paradoja en el proyecto intelectual de Alberto Edwards y del propio Mario Góngora, otro historiador conservador que vio en la restauración militar una salida a los ensayos políticos del último tercio del siglo XX es que las dictaduras no son solo lo que en apariencia muestran y no están prefigurados de antemano sus alcances históricos. Si algo tuvieron las dictaduras de Ibáñez y de Pinochet es ser profundamente transformadoras, no solo en lo económico, sino en lo institucional, perdurando en el caso de Ibáñez muchas de sus instituciones hasta el día de hoy. En este sentido, la tristeza que embargó a Edwards es que la dictadura de Ibáñez no era de raíz restauradora, sino profundamente modernizadora, dimensión un tanto incómoda para los intelectuales progresistas que no abordan ese periodo cuando hacen historia de la primera mitad del siglo XX. La muerte de Alberto Edwards coincidió con la salida de Ibáñez del poder y la instauración en forma de la Constitución de 1925 y la presidencia de Arturo Alessandri en 1932.

Por último, un breve comentario sobre el reproche que le merece a Rafael Sagredo el uso –y abuso– de la historia con fines políticos[2]. La historia, como disciplina, surgió desde sus inicios con fines políticos, para ensalzar una ciudad por sobre otra o celebrar el triunfo de los emperadores o, como hoy, de los ciudadanos. En el siglo XIX acompañó la consolidación de la identidad nacional, o como en la actualidad los procesos de globalización y transnacionalización de la economía. Acaso, ¿no han usado y abusado de la historia las corrientes marxistas y la llamada Nueva Historia Social, con Gabriel Salazar a la cabeza, y las han usado para sus propios intereses políticos? Acaso ¿la historiografía marxista y la Nueva Historia Social no nos han mostrado un siglo XX repleto de matanzas, huelgas heroicas, un Estado que solo es represor, donde no hay avances para la ciudadanía y los movimientos sociales son puros y prístinos? Bajo esa mirada, los llamados a quemarlo todo adquieren plena justificación.

En síntesis, el trabajo del historiador Rafael Sagredo, con sus matices, es un aporte a la reflexión desde la historia política, y la necesidad –de ahí el interés de redactar esta respuesta– de repensar el papel del historiador como consejero del político y con presencia en el espacio público. En este sentido, Alberto Edwards, más que con una mirada moralista, debiera ser visto como un caso de estudio, en una época como la actual donde la historia y los historiadores no tienen ningún peso y las humanidades son cuestionadas por otro Edwards.

Por Juan Carlos Yáñez Andrade, Dr. en Historia, académico Universidad de Valparaíso.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.