Columna de Juan Francisco Cruz: Crimen organizado, ¿plata o plomo?
El crimen organizado es la nueva y más peligrosa amenaza para la independencia judicial. A diferencia de la corrupción esporádica, el crimen organizado por su propia naturaleza busca neutralizar el funcionamiento de los sistemas de justicia. Se trata de asegurar las condiciones necesarias para realizar actividades ilícitas sin temer por las consecuencias o reacciones del Estado.
De ahí que la evidencia muestre una potente correlación entre la expansión del crimen organizado y el debilitamiento del estado de derecho. Así, en países donde las policías y fiscales presentan índices relevantes de corrupción o ineficiencia, y los jueces carecen de independencia, el crimen organizado se disemina rápidamente por el tejido social e institucional.
Para asegurar la anhelada impunidad, el crimen organizado utiliza dos mecanismos: la corrupción y la violencia. En países con una institucionalidad judicial razonablemente operativa que reacciona frente a actos ostensibles de corrupción, la regla es que el crimen organizado se infiltre a través de la discrecionalidad judicial. Es decir, cuando un juez es cooptado, éste no resolverá de forma evidentemente contraria a la ley, sino mediante resoluciones jurídicamente plausibles, pero cuya motivación es beneficiar los intereses del crimen organizado. Por ejemplo, en Guatemala se descubrieron casos en que magistrados utilizaban argumentos garantistas para declarar como ilícita una prueba esencial en juicios contra capos del narcotráfico.
El problema de este modus operandi es que no es fácil detectar cuando un juez, ya sea por codicia o miedo, manipula sutilmente el derecho para mejorar la posición procesal de imputados vinculados al crimen organizado. Además, la evidencia indica que el crimen organizado ataca principalmente a los tribunales de primera instancia, los cuales se extienden en todo el territorio nacional y son más difíciles de fiscalizar. Por tanto, la pregunta es cómo reforzar y proteger la independencia judicial ante el avance de este fenómeno delictual.
Aquí surgen dos campos de acción: avanzar en medidas para prevenir la corrupción y en medidas que protejan la integridad de los jueces, sobre todo para evitar que estos sean presa del miedo; una sensación reñida con la imparcialidad.
Siguiendo la recomendación de organismos internacionales, una medida eficaz es aumentar los niveles de transparencia del Poder Judicial. Si bien la Corte Suprema ha dado pasos significativos en la materia, a la fecha no existe información sistemática y de fácil acceso sobre los nombramientos judiciales en los tribunales del país, el resultado de los procesos disciplinarios y perfiles estadísticos y jurisprudenciales asociados a cada juez. Dicha información podría ayudar a fiscalizar los márgenes de discrecionalidad, conocer el vigor del control interno, así como detectar posibles patrones anómalos en la labor jurisdiccional que sean indicativos de corrupción.
En cuanto a medidas de protección, existen tres grandes líneas de acción: protocolos de seguridad, la creación de tribunales especializados y el polémico juez sin rostro, que consiste en anonimizar la identidad de los magistrados. Se dictó en el Congreso una ley que establece una figura atenuada de juez sin rostro, sin embargo, la norma permite que el abogado defensor pueda conocer en todo momento la identidad del juez, cuestión que vuelve la medida de dudosa efectividad.
La otra alternativa es la creación de una nueva jurisdicción especializada para enjuiciar a poderosas bandas criminales. La dificultad de esto, como muestra la experiencia comparada de países como Costa Rica, Albania y Ucrania, es que instalar esta clase de tribunales es complejo, de largo aliento y requiere de bastantes recursos.
Frente a esta situación una medida que podría ser más rápida de aplicar, que aproveche en parte los recursos que ya disponemos, y que no resiente garantías procesales, sería la creación de una especie de prórroga de la competencia, para que, en casos justificados, se designen jueces ad hoc que vivan en lugares distantes de donde opera la banda objeto de la investigación o proceso. El Poder Judicial podría contar con un equipo de jueces penales que representen todas las regiones del país, con una sólida formación criminológica en crimen organizado, junto con apoyo psicológico y bonos salariales para sobrellevar la pesada carga y costos que significan esta clase de juicios.
No hay certeza sobre cómo evolucionará el crimen organizado en nuestro país y si el actual sistema de justicia podrá hacerle frente, pero ya hay suficientes signos que nos alertan sobre la necesidad de reflexionar y adoptar, cuantos antes, las medidas que protejan lo mejor posible la integridad e independencia de nuestros jueces y juezas; y que nunca sean objeto de la pregunta: “¿plata o plomo?”.
Por Juan Francisco Cruz, Observatorio Judicial
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