Columna de Magdalena Merbilháa: La universidad destruida



Las universidades son una de las instituciones más importantes de Occidente. El gran bastión del saber, una creación medieval que se define como “asociación de maestros y discípulos en busca de la Verdad”. Para ese entonces la Verdad era una y se llamaba Dios. No sólo se partía de la base de la gran idea griega que la verdad existe y se puede alcanzar racionalmente, sino que a esto se le agrega la visión cristiana identificando la Verdad con Dios. La Verdad es una, se llama Dios y a Él se llega por medio de la colaboración de la fe y la razón. La mentalidad escolástica jerárquica se manifiesta en estas instituciones. Solo había 4 facultades, Teología que se dedicaba al estudio de lo más importante, Dios. Le seguía la Facultad de Filosofía, la que englobaba mucho más de lo que hoy entendemos como tal. Esta iba desde la Metafísica a la Física, de hecho, lo que hoy llamamos Ciencia era parte de la llamada Filosofía de la Naturaleza. Aparte de estas dos facultades primarias existía la facultad de Derecho y de Medicina. En las universidades no se estudiaba nada más. Eran instituciones de docencia en las que no se hacía investigación. Se organizaban bajo la idea Aristotélica que para dedicarse al saber, a la filosofía, se necesitaba ocio, tiempo libre para pensar, por lo que este griego mucho antes de Cristo, consideraba que el saber era incompatible con el matrimonio y muchas otras distracciones. Por eso la universidad se organizaba en colegios y en éstos los estudiantes vivían una vida de celibato entregada al saber.

Ha pasado no sólo el tiempo, sino que se ha pervertido la naturaleza de la institución. Con el racionalismo las academias científicas compitieron con las universidades hasta que la ciencia se emancipó de la filosofía y buscó ponerse en el centro. En la medida que Dios se fue desvaneciendo fue reemplazado por la ciencia y el cientificismo buscó dejar atrás la universidad. Pero la Universidad se ajustó e incorporó a ciencia. Con la llegada del siglo XX fue la política la que penetró a las universidades dejando atrás al saber. Esto ha permitido que los grados no se otorguen por el saber sino por activismo político. La politización ha destruido la máxima institución de occidente. Ya no es el centro de conocimiento, sino que la cuna de adoctrinamiento.

Esta decadencia es lo que vemos hoy en la Universidad de Chile y en otras tantas instituciones de educación superior occidentales. Ya no se trata de la búsqueda de la verdad, sino como negar la verdad y como crear desde ahí, en nombre de la supuesta tolerancia, una opción que niegue la verdad y toda opción real de debate. Hoy ya las universidades no son centros de debate y pensamiento crítico. De hecho, había más libertad de opinión en la Edad Media y las polémicas entre Santo Tomás de Aquino y sus contendores eran más abiertas e inclusivas que la no confrontación de ideas de hoy. Ya no puede haber ideas abiertas en la universidad, lo políticamente correcto obliga e impone y es la cultura fascista la que prima.

Esa cultura que supone que las ideas de un grupo que deciden tomarse la universidad están por sobre de las del resto que quieren estudiar. ¿En que minuto los estudiantes pudieron imponerles a los maestros? ¿Desde cuando los alumnos sin saber, solo por ser activistas políticos pueden obtener títulos en nombre de la no discriminación? Hoy la rectora de la universidad de Chile, sin realmente sopesar su real responsabilidad frente a una institución de la República, le tiembla la mano de hacer lo que debe hacer. Liberar la universidad de los activistas políticos que la tienen capturada. No es posible que, en el nombre del saber, se mate el real saber. Se niegue la verdad en nombre del error y que activistas matones impidan que otros aprendan. Basta de la tiranía de los “pencas” que no dan el ancho y que por tanto como activistas políticos logran pasar las varas que sus méritos no les permitirían. Liberemos a las universidades del cáncer del siglo XX, la politización. Si la universidad no busca ser universal desde la verdad, entonces no es.

Por Magdalena Merbilháa, historiadora y periodista.

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