Columna de Marcelo Contreras: Personal y estéreo
El oído cambia, aprende y se adapta, tal como sucede con el paladar y las inclinaciones etílicas. El aburguesamiento del oído también existe, en demanda de una experiencia más colorida que ensordecedora.
“¡Este es el verdadero sonido, no los cedés!”, proclamó el coleccionista blandiendo el vinilo de una banda recóndita. La pequeña sala repleta de discos -había miles- retumbaba con el volumen. Aunque criado en la tradición del long play, los singles de 45 rpm y los cassettes de cromo, santo grial de la alta fidelidad portátil, yo no estaba tan seguro. Tenía una incipiente colección de compactos, entre ellos Achtung baby (1991) de U2 recién editado, y me parecía que sonaban mucho mejor que los viejos vinilos de crepitar inexorable. Sabía también que el LP no representaba garantía absoluta de fidelidad. Una copia holandesa de Disintegration (1989) de The Cure era la prueba. La decena de cortes de generosa extensión -Pictures of you dura más de siete minutos-, sonaba horrible en un formato donde cabían regularmente ocho canciones. Comparado a la edición en cinta y cedé, faltaba un par de temas.
En los compactos chequeaba detalles nerds como el código SPARS y sus categorías DDD, ADD o AAD, indicando si eran registros digitales o análogos, o una combinación de ambos. Mi prejuicio noventero decía que lo digital era campeón absoluto en nitidez. A más cedés en mi colección, más polvo en los vinilos. Cuando el carreteado equipo tres en uno, de honorables servicios en fiestas, colapsó por completo con la casetera sin tapa (para regular el cabezal buscando más brillos, otra fijación nerd), me deshice de los discos. Las predicciones tecnológicas señalaban su extinción como dinosaurios cediendo ante los tornasolados compactos. Ya no había tornamesas en las tiendas sino CD players con barra ecualizadora y doble casetera, resabios de los 80. La siguiente generación mutó en paneles digitales con presets prometiendo bajos gordos (la brújula del pop ya se dirigía al urbano), o enmascarar ciertas porciones sonoras para resaltar otras. Si hubiera existido la opción “brutal sound”, estoy seguro que la habría aplicado, a la búsqueda de un volumen orgásmico que te lanzara a la pared, como en el video Song 2 de Blur.
La primera década del nuevo milenio fue horrorosa con la escalada de la “Guerra del sonido” y su triste saldo de discos comprimidos para un volumen al máximo posible a costa de la resolución, como sucedió con Death Magnetic (2008) de Metallica.
Este año recién las plataformas más populares ofrecieron mejoras en la calidad del sonido. En febrero se anunció Spotify HiFi, una alternativa para suscriptores premium disponible a fines de año, que ofrecerá “música de calidad de CD en formato de audio lossless (compresión sin pérdidas)”, según detallaron.
Apple Music hizo lo propio con Apple Lossless Audio Codec (ALAC) y sonido espacial con Dolby Atmos, disponibles desde junio. Son opciones aptas para fanáticos de la mejor fidelidad e inútiles en la modalidad bluetooth, sólo funcionales con el viejo e incómodo cable que tarde o temprano se engancha en alguna parte. En el intertanto hice la prueba gratuita con Tidal, que desde 2015 promete mejor resolución que las restantes alternativas. Nada memorable su bocado de 320 kbps.
El oído cambia, aprende y se adapta, tal como sucede con el paladar y las inclinaciones etílicas. Si en la juventud el combinado valía en proporción al alcohol contenido, los años te inclinan por diversos cócteles de mezclas más equilibradas y neutras para disfrutar detalles y ampliar el placer. El aburguesamiento del oído también existe, en demanda de una experiencia más colorida que ensordecedora. Para decibeles compramos un ticket.