Columna de María José Naudon: De la embriaguez a la desolación

Elsa Labraña
La exconvencional Elsa Labraña en la ceremonia de apertura de la Convención.


Domingo 4 de julio de 2021. Todo está dispuesto para el puntapié inicial. Desde distintos puntos de la capital una procesión cargada de simbolismo avanza hacia el Palacio Pereira. Desde el cerro Santa Lucía (cerro Huelén) los pueblos originarios; desde la calle Yungay, el Frente Amplio, y desde la Plaza Baquedano (Plaza Dignidad), la Lista del Pueblo. El programa anunciaba la sesión inaugural a las 10.00, pero en definitiva el primer intento fue a las 11.00 y falló. El Himno Nacional fue interrumpido a gritos. Algunos nombres que hoy resultan familiares salieron a la palestra por primera vez, y aun cuando deseamos que en los meses siguientes su protagonismo disruptivo hubiera declinado, el asunto fue exactamente al revés. Elsa Labraña y Rodrigo Rojas Vade fueron protagonistas ese día y terminaron transformándose en emblemas de un octubrismo que ha vuelto una y otra vez en forma de agresividad, vejamen a los símbolos patrios y reivindicación de la violencia. Lo caótico y estridente marcó el tono ese 4 de julio y terminó instalándose en la médula de la convención. Pero ese día hubo también otro nombre: Carmen Gloria Valladares, que con calma, templanza y paciencia supo conducir y canalizar el desborde. Visto en retrospectiva, cuánta falta hizo durante el resto del proceso el coraje abrazador de Valladares. Pasadas las 13.00, los convencionales gritaron un sí al unísono y la Convención quedó constituida. Quedaba conformada una Convención paritaria, con pueblos originarios, democrática y con participación ciudadana, para muchos la esperanza de un nuevo ciclo.

Ese 4 de julio comienza el período más octubrista de la Convención, pero a la vez aquel en que el hechizo reconducía los excesos y los justificaba como parte de una marcha blanca de un grupo que no se conocía, que carecía de experiencia y que necesitaba construir confianzas. Nuevas alianzas, nuevos liderazgos representados en la presidencia de Elisa Loncon se abrían paso. Pero también nuevas estéticas, lenguajes y símbolos. El 8 de julio la Convención tuvo su primera declaración. Por 105 votos a favor, 34 en contra y 10 abstenciones, los constituyentes de Apruebo Dignidad, el Colectivo Socialista, Lista del Pueblo, pueblos originarios y otros independientes firmaron un documento que demandaba una serie de puntos al Poder Legislativo y al Ejecutivo. Entre ellos, la tramitación acelerada del proyecto de indulto general, el retiro de todas las querellas interpuestas que invocaban la Ley de Seguridad del Estado y la inmediata desmilitarización del wallmapu. Las condiciones daban cuenta del clima, pero también de la falta de conciencia de los bordes de su mandato.

A poco andar, la caída de la aprobación de la Convención propinó la primera estocada. Loncon se defendió acusando una campaña de desprestigio. Comenzó a gestarse aquí una falta de autocrítica que se extendió como metástasis. El fenomenal alcance de la norma que prohibía el negacionismo, o la que pretendía evitar las fake news, la cuestión sobre el derecho preferente de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos y una serie de otras definiciones de fondo aparecieron cuando apenas se discutía el reglamento. El ánimo vindicativo pareció olvidar el principio de igualdad y pluralismo que era la esencia de aquello que buscábamos.

Mientras esto ocurría, en la izquierda, los grupos identitarios comenzaron a ganar espacio y como acreedores furiosos exigían el pago de las cuentas pendientes. Parece evidente que el orden democrático no puede enjaular la ira, pero debe transformarla en un instrumento de justicia y bienestar humano. Quienes podían ejercer esta posición no lo hicieron con la fuerza requerida. La cólera es un veneno para la democracia y alentarla es un error, tanto como negarla. Las aproximaciones desde la revancha, así como las condiciones canceladoras y asfixiantes, suelen conducir a caminos poco sustentables en el tiempo. La historia está llena de Tratados de Versalles que esconden, bajo una paz aparente, un germen de conflicto aún más pavoroso y agresivo que aquel que habían querido conjurar.

Así las cosas, el 6 de septiembre Rodrigo Rojas Vade, vicepresidente adjunto e ícono del estallido, reconoce ser un impostor. La paja que con tanta claridad habían visto en el ojo ajeno se transformó en una enorme viga en el propio. El episodio venía precedido por días difíciles en la Lista del Pueblo. La renuncia de más de 10 de sus integrantes, sumado a la fallida candidatura de Diego Ancalao habían puesto a la colectividad en un momento complicado. Sin duda, la farsa de Rojas Vade influyó decisivamente en la credibilidad de la Convención. Mostró las vísceras de la épica. La apuesta por el recambio y las nuevas vestales sufrían un revés brutal y volvía a abrirse la herida de la desconfianza, el recelo y la desafección. En retrospectiva, es probable que este episodio haya operado como una importante contención al octubrismo con las relevantes implicancias que esto supone. De cualquier modo, esto sigue por verse.

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