Columna de María José Naudon: Hevia y Micco

Beatriz Hevia

Los episodios de Hevia y Micco, puedan servirnos para recordar que los “verdaderos chilenos” podemos ser todos y que “lo que hace daño a la comunidad” puede provenir de cualquier sector. En definitiva, la construcción y el futuro del país exigen comprender que “lo mejor y lo peor están menos alejados que el bien y el mal”.



Durante la ceremonia de entrega de la propuesta de nueva Constitución, la presidenta del Consejo, Beatriz Hevia, utilizó la expresión “verdaderos chilenos”. Lo anterior, le valió un mar de críticas que la acusaban de agudizar divisiones e incluso de traer a la memoria reminiscencias autoritarias. En su defensa argumentó que hacía referencia a un texto antiguo, citado al principio de su lectura, donde los “verdaderos chilenos” se relacionaban con la gente honrada y pacífica. Y tiene razón. Sin embargo, la conexión entre los “verdaderos chilenos” y la esperanza de cierre del proceso constitucional, utilizada posteriormente en su discurso, permite una segunda interpretación (que si no fue consciente debió preverse) y abre un legítimo espacio de discrepancia.

Mientras la tinta corría contra Hevia, en la Universidad de Chile se funaba a Sergio Micco. El exdirector del Instituto Nacional de Derechos Humanos participó en una charla en dicha casa de estudios. Durante la presentación fue interrumpido por un grupo de estudiantes y, una vez en el exterior, fue agredido con gritos y ofensas que lo acusaban de complicidad en el manejo del estallido social. Por medio de un comunicado, las bases de las JJCC y CS de la Facultad de Derecho, argumentaron que la presencia de Micco era “dañina para su comunidad”. En contraste con la fiereza de los estudiantes, la débil declaración del decano plantea cuestionamientos profundos sobre la libertad de expresión y la necesidad de cultivar un ambiente que fomente la pluralidad de perspectivas.

Ambos hechos evidencian (reconociendo que el segundo tuvo una condena más transversal) la tendencia, tanto de la derecha como de la izquierda, de mirar con más facilidad la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Ambas olvidan que, venga de donde venga, “la polarización que lamentamos es la consecuencia lógica de haber construido un campo de juego de antagonismos absolutos” donde todo se decide en una lucha épica entre el bien y el mal.

Esta actitud encierra una profunda desconfianza hacia las opiniones divergentes y suele condenar al disidente, a menudo etiquetado de corruptor. La democracia cruje bajo esta aspiración. El moralismo, como bien explica Innerarity, es una máquina de simplificar que ahorra la argumentación y reduce el intercambio intelectual a la ofensa, la culpa, la indignación y las malas intenciones. Su fundamento radica en la convicción de que, al ser moralmente superior, solo queda combatir el mal que en otros se anida.

El tema también ha sido abordado por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en ¿Por qué mueren las democracias? Los autores del texto establecen dos principios fundamentales para fortalecer el equilibrio de la misma: la tolerancia mutua y la contención. La primera, supone aceptar a los opositores como adversarios legítimos y, en consecuencia, no moralizar. Por el contrario, cuando la división social es honda y la polarización hace ver las distintas visiones de mundo como incompatibles, comienza el riesgo.

En nuestro país este vicio está instalado y lo primero que se ha llevado consigo es la posibilidad de negociar asociándola, irremediablemente, a la claudicación. Todo o nada. Los políticos parecen haber olvidado que no están librando una guerra religiosa y que su labor se acerca más a la construcción de soluciones muchas veces pragmáticas. El voluntarismo, la refundación, la inflexibilidad, la utopía son hijos del moralismo en política y sus nefastas consecuencias están, fácilmente, a la vista.

Quizá, los episodios de Hevia y Micco, puedan servirnos para recordar que los “verdaderos chilenos” podemos ser todos y que “lo que hace daño a la comunidad” puede provenir de cualquier sector.

En definitiva, la construcción y el futuro del país exigen comprender que “lo mejor y lo peor están menos alejados que el bien y el mal”.