Columna de María José Naudon: Nuestra crisis
Las crisis pueden surgir intempestivamente o pueden ser la expresión de un problema que se ha ido incubando en el tiempo. En este último caso, la crisis opera como la erupción súbita de las presiones y tensiones acumuladas, silenciosamente, hasta alcanzar un punto crítico.
En Chile, la calificación de nuestra actual crisis no es objeto de consenso. La percepción del estallido social como una confabulación exclusiva de la izquierda entiende los fenómenos vividos como una crisis intempestiva y aspira a retrotraer al país al 2019 o incluso al 2016. En la otra orilla, el “no fueron treinta pesos, fueron treinta años” ha entendido la crisis como un proceso y el 18 de octubre como el punto crítico, pero desconoce (al menos en parte) el rol que en ese acontecer tuvieron otros elementos, como la validación de la violencia y la desvaloración de las instituciones cuyas consecuencias seguimos pagando a muy alto precio. Para ellos la aspiración –igual de implausible– es refundarlo todo.
Sin embargo, enfrentarse a una crisis requiere al menos tres condiciones: identificar y delimitar los problemas, fortalecer la identidad común y entender que la flexibilidad es más útil que la rigidez.
En Chile, el declive del capital social es motivo de alarma. Las conexiones entre individuos, la reciprocidad y la confianza están en niveles críticos, erosionando el sentido de pertenencia y la cohesión social. Este fenómeno no solo socava los lazos comunitarios, sino compromete la esperanza de superar las brechas económicas y de alcanzar movilidad social. Solo un 19% de la población cree que una persona pobre pueda salir de la pobreza, y apenas un 13% confía en que cualquier trabajador pueda acceder a su propia vivienda. La creciente desconfianza en el futuro y la sensación de frustración, representan un riesgo latente que puede comprometer la estabilidad democrática y el bienestar social. Por otra parte, la política falla una y otra vez, y la demanda frustrada de que el Estado aborde problemas cruciales como la seguridad, la educación, las pensiones, la salud y la migración alimenta la desconfianza y la insatisfacción.
En lo que respecta a nuestra identidad y las cualidades que nos distinguen y enorgullecen, Chile ha sobresalido en América Latina por su arraigada tradición democrática y su estabilidad política, atributos que nos han diferenciado y nos han valido reconocimiento. La frase “los chilenos sabemos gobernarnos” evoca un sentido de autonomía y responsabilidad cívica arraigados en nuestra sociedad. Hace no muchos años, Chile destacaba por su crecimiento económico y fue capaz de mostrar que en tiempos de adversidad la solidaridad se enarbolaba como bandera. Asimismo, los acuerdos y las negociaciones políticas fueron capaces de transformar el país y marcar hitos significativos en nuestra historia. Es evidente que vivimos otro mundo, pero esto no impide soñar que con esfuerzo, sacrifico y responsabilidad podemos levantarnos y construir un país diferente.
Por último, si queremos avanzar es imprescindible abandonar la rigidez. Camuflada de carácter y valentía esta resulta nefasta. No podemos olvidar que el estallido social dejó a la vista la relevancia de las variables de campo social, el peligro de la tecnocracia, de la antipolítica, de la lógica amigo/enemigo y el riesgo de corromper el espíritu de las normas que nos rigen. Todo esto debe incorporarse en nuestro análisis.
La sensación de vulnerabilidad movilizó a la política en 2019, pero duró muy poco. Hay experiencia histórica en que la conciencia de una “vulnerabilidad en común” se transforma en motor de cohesión y cambio social (así surgió el NHS en el Reino Unido) y ese probablemente debería ser un reconocimiento inicial para reconstruir la confianza.
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