Columna de María José Naudon: ¿Qué nos grita la juventud?

Francisco Sename


La décima Encuesta Nacional de Juventudes entrega una interesante radiografía de los jóvenes chilenos entre 15 y 29 años. Particularmente elocuente es el perfil sociodemográfico. En 1994, por ejemplo, la identificación religiosa de los jóvenes en Chile era del 90,9 %, hoy, del 36,4%. Respecto de su orientación sexual, la encuesta muestra la variación más importante de los últimos diez años, pasando de un 3,4% de jóvenes que en 2018 no se reconocían como heterosexuales a un 12%. En cuatro años, disminuye en casi 10% la proporción de mujeres jóvenes sin hijos ni hijas que les gustaría ser madre, porcentaje que aumenta en los hombres. Hoy el 7,1% de los jóvenes son migrantes y los resultados dan cuenta de índices alarmantes de salud mental y felicidad.

Para observar esta información puede ser útil aproximarse desde la óptica del pluralismo social. Peter L. Berger, en “Pluralismo global y religión”, afirma el fenómeno como una de las características definitorias de nuestra sociedad. El pluralismo exige “una interacción voluntaria o involuntaria entre distintos grupos” que afectaría la totalidad de los hechos sociales, minando “el estatus de las creencias y valores que se dan por sentados”. Esta disminución del consenso afectaría no solo a la religión o la política, sino a cualquier componente cultural.

Visto así, la encuesta da luces acerca de un vaciamiento de los objetivos comunes por cuyas consecuencias habría que preguntarse. La primera sería una riesgosa desintegración social que parece afectar con fuerza particular a las clases populares. El colapso de la familia, del matrimonio de los grupos intermedios y de otras instituciones que sustentan la cohesión social, así como el socavamiento de la autoridad, son ejemplos elocuentes de lo anterior. Por otra parte, la pérdida de homogeneidad cultural propia del pluralismo incita a buscar nuevos mecanismos de cohesión y da lugar a asociaciones centradas en una vulnerabilidad común que compiten por reconocimiento. La política de las identidades a la que asistimos tiene su origen en este suceso.

El fenómeno anterior da lugar a fracturas sociales por las que los populismos pueden colarse con facilidad. Los nuevos excluidos tienden a cohesionarse en torno de aquel que ofrece superar esa vulnerabilidad común (sea económica, de seguridad o de cualquier tipo). La proliferación de estos grupos fomenta la desconfianza y, como ha dicho Luhmann, “la única alternativa a la confianza es el caos y la angustia paralizante”. Sin confianza aumenta la sensación de incertidumbre y ello exige buscar las certezas que se echan en falta. Y es aquí donde el populismo, en palabras de R.R. Renó, “asalta el corazón de las élites” que enarbolando las virtudes de una sociedad abierta, reemplaza unos valores por otros, imponiéndolos con la misma intensidad e intransigencia de la que han querido huir. Las afirmaciones de la encuesta que dan cuenta que “a la gente como uno le da lo mismo un régimen (en relación a la democracia)”, muestran esta peligrosa disociación y tienen, lamentablemente, una varianza por nivel socioeconómico.

Por último, la necesidad de sintonizar con este desencanto incita, erradamente, a una política de las encuestas que alejada de principios o proyectos de largo plazo opta por lo que funciona y retribuye hoy y ahora. El círculo vicioso, por tanto, parece estar servido.

Por María José Naudon, abogada