Columna de María José Naudon: Seguridad
La democracia requiere resultados concretos y efectivos. En seguridad, como en muchos otros temas, la ciudadanía exige que las políticas públicas se traduzcan en mejoras palpables.
Chile está inmerso en un enorme problema de seguridad. Las cifras hablan por sí solas: el 2022 y 2023 fueron los años con más homicidios desde que se empezaron a medir estas estadísticas, con 834 y 813 homicidios respectivamente. Y en lo que va del 2024, la tendencia sigue al alza. Si seguimos así, el 2024 será recordado como el año más violento en la historia reciente del país.
Hay semanas en las que los hechos ponen la seguridad en el centro de la conversación pública, y otras en las que la discusión política acapara la atención. Sin embargo, la preocupación por la seguridad es una constante en las inquietudes y prioridades de la ciudadanía.
La respuesta del gobierno ha tenido dos variantes; la de la ministra Vallejo que ha intentado deslindar responsabilidad declarando que si las medidas “se hubieran adoptado en administraciones anteriores, no tendríamos que estar apresurando tanto el tranco en nuestro gobierno”, y la del anuncio de nuevas medidas.
La primera, revela una amnesia voluntarista pocas veces vista; la segunda tiene poca viabilidad. La construcción de una cárcel, por ejemplo, es extremadamente difícil de lograr y, además, requiere de un tiempo considerable. Por otra parte, es imposible olvidar que en mayo pasado se presentó el contenido del fast track de seguridad 2.0, que incluía tanto pendientes del primer acuerdo como nuevas materias. Una revisión rápida de los 32 proyectos revela que llevan en promedio 585 días en tramitación, sin priorización ni fechas de cumplimiento claras. Además, el 63% está en primer trámite constitucional y el 33,3% no tiene urgencia alguna.
¿A qué se debe este retraso? Sería fácil culpar al Congreso de trabajar poco, pero no es así. El retraso en la tramitación de estos proyectos se debe a la incapacidad de lograr acuerdos dentro del sistema político y, en particular, dentro de la misma coalición de gobierno. Algunos de estos sectores siguen aferrados al pasado y desconfían del ejercicio legítimo de la fuerza del Estado. No creen que la violencia sea absolutamente condenable y, en ciertos esquemas, la justifican. Esta visión romantizada y obsoleta de la lucha social dificulta la toma de decisiones firmes y coordinadas para enfrentar la crisis de seguridad. Es una ironía amarga que, mientras el crimen organizado se adapta rápidamente y actúa con eficiencia, nuestros líderes políticos se enreden en debates ideológicos y desconfianzas internas.
Como muestra un botón. Ayer Lautaro Carmona aseguró que la comparación entre la crisis venezolana y la dictadura en Chile es inapropiada. “Nosotros conocimos una dictadura. Cuando se hace una asociación están blanqueando la dictadura de Pinochet”. Su declaración sugiere que la situación en Venezuela, marcada por la represión política, no puede ser equiparada a una dictadura. Justificar el fenómeno venezolano, utilizando eventos históricos chilenos, parece más una estrategia retórica que una evaluación objetiva de la realidad política y social en ambos países. Es como si alguien argumentara que las dificultades actuales en un país no importan realmente porque en otro lugar y tiempo hubo problemas similares o peores.
Tensiones como esta son pan de cada día. Desgastan, derivan la energía donde no es necesaria y revelan un problema de fondo, de principios, que sin duda es el más complejo.
La democracia requiere resultados concretos y efectivos. En seguridad, como en muchos otros temas, la ciudadanía exige que las políticas públicas se traduzcan en mejoras palpables. Una peligrosa vía antidemocrática puede estar creciendo a nuestras espaldas, al mismo tiempo que la delincuencia y la sensación de inseguridad vivida por los ciudadanos.
Por María José Naudon, decana de la Escuela de Gobierno de la UAI.