Columna de Marisol García: Música y política: cancelada la cancelación
La conciencia sobre la invasión a Ucrania exige hoy compromisos que, en el caso de la música, están siendo severos, y acaso abran un nuevo espacio que al fin distinga repudio político de indignación oportunista.
Suele decirse que la primera víctima en una guerra es la verdad. En estos días asombrosos de bombardeos contra civiles y andenes de metro devenidos búnkers, cabe hacerle también un espacio a otra caída incorpórea: la frivolidad activista. Ni las palabras de repudio ni las medidas de sanción pueden bastarse hoy con el simple gesto público que hasta hace un mes tranquilizaba conciencias vía hashtags inútiles y selfies con carita de pena. Suficiente había bajado ya la vara para lo que en redes sociales consigue calificar de protesta. La conciencia sobre la invasión a Ucrania exige hoy compromisos que, en el caso de la música, están siendo severos, y acaso abran un nuevo espacio que al fin distinga repudio político de indignación oportunista.
“En solidaridad con el valiente pueblo ucraniano y con todos quienes en Rusia se oponen a esta brutalidad”, Nick Cave y sus Bad Seeds cancelaron ya venideros conciertos en Moscú. Suspensiones similares se han informado de parte de Iggy Pop, Björk y The Killers. El grupo escocés Franz Ferdinand, de extendido trabajo en vivo en ese país e incluso manifiestas citas gráficas a su tradición artística -no es momento de bromas sobre el nombre de la banda y el inicio de guerras mundiales-, ha hecho circular un comunicado sin tibiezas: “Sabemos que nuestros amigos en Rusia pueden ver la locura del liderazgo en su país”.
Y entre esos gestos de protesta y crecientes iniciativas solidarias (el próximo viernes, Londres tendrá un festival para reunir fondos para Ucrania) se instala, también, el repudio contundente que acaso redefina lo que hasta ahora el medio musical entendía como “cancelación”.
No es poca cosa que a Rusia se le haya quitado el cupo en el próximo Eurovisión, que Spotify cierre su oficina en Moscú, que Plácido Domingo no pueda ya presentarse el próximo martes en la sede del Bolshoi ni que una megafirma como Live Nation anuncie que dejará de producir conciertos en el país de Putin; todo esto, en menos de una semana. Que la Filarmónica de Múnich despida a su director, el ruso Valery Gergiev, por no acceder a condenar la agresión de su gobierno va más allá de convertir en TT un #todossomosucrania.
A lo largo de la historia, la industria musical ha dado pruebas de su compromiso con determinadas causas, y ni hablar de la riqueza de la tradición del canto político. Pero cómo un joven y su abuelo hoy definen a un músico consciente revela un cambio generacional que también venía develando acomodos, simplismos y hábiles estrategias de mercado que ya era hora de jerarquizar. Entre una Madonna que sube a Instagram una imagen de Putin con bigotito -qué gesto tan Madonna- y la sucesión de artistas, bailarines, cantantes y escritores que en estos días suspenden sus más relevantes citas de promoción existe la crucial diferencia del riesgo. No es que la guerra no espante. Es que la solidaridad tiene un costo.
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