Columna de Matías Rivas: Inoportunidad

La escritora Catherine Millet.
La escritora Catherine Millet.


La contingencia es una tiranía, impuesta con una urgencia que arrasa la sensibilidad. Una de las forma de subvertirla es cultivar lo inoportuno, lo que está fuera de lugar, de lo que dicta la mayoría, de la moda o el qué dirán. No me refiero a la disidencia, que es una manera de razonar. Lo inoportuno es diferente, es aquello decretado como error, considerado fallido, un fracaso, un descriterio. Es una sorpresa que no agrada, sino que más bien irrita, pues transgrede los acuerdos sociales forjados en silencio.

Llegué a estas especulaciones al leer los seminarios que Roland Barthes dictó sobre el amor entre 1974 y 1976. Fue una investigación improcedente para el momento, ya que la intimidad no estaba entre las prioridades que debatía la sociedad. El amor era una emoción abordada por escritores y psicoanalistas, a través de la ficción y los análisis de las secuelas en el ánimo y la mente de los pacientes. Barthes modificó el punto de vista: estudió al amor como un tema que traspasa épocas y que obligaba a incluir la experiencia personal, cuestión que la academia no tolera. La transgresión era necesaria, en este caso, para otorgarles espesor a las pesquisas: los tonos de la voz y síntomas del enamorado fueron descritos por primera vez gracias al relato íntimo, en primera persona. Finalizados los cursos, un año después, sorprende con Fragmentos del discurso amoroso, libro que se transformó en un éxito con sorpresiva inmediatez.

En su diario, Raúl Ruiz cuenta cómo concebía y realizaba películas. Su método creativo incluía lo inoportuno. Trabajaba con el error, con lo dado de baja, guiado por la curiosidad, la intuición y el delirio. Y lo más radical: eliminaba las oportunidades asociadas al instante. En vez de acertar, perseguía lo extraño y, de pasada, desmanteló las convenciones y los lugares comunes. En 1975 estrenó la película Diálogos de exiliados, en la que mostró a los expatriados con un humor y crudeza que no pudieron soportarla. La picaresca que envuelve la película fue considerada un insulto, una traición a la izquierda, una representación humillante de las víctimas de una tragedia. Con los años, sin embargo, la mirada ha cambiado tanto que hoy es complejo indignarse con la ironía y la singularidad de este filme. Se ha convertido en una obra que refleja los problemas de la militancia política en su dimensión doméstica, cuyos pliegues vergonzosos quedan a la vista. No hay juicio, sí un punto de vista libre, sin miedo a la policía moral, que disfruta con la exhibición de las contradicciones íntimas.

Es posible rastrear en la actitud de Ruiz un parentesco con la estética de Pier Paolo Pasolini, quien hizo del pensamiento improcedente una posición como artista e intelectual. Ambos privilegiaron sus inquietudes genuinas antes que las exigencias del entorno. Adaptaron textos literarios difíciles de imaginar en el cine por su complejidad. Ruiz se lanzó con la saga de Proust En busca del tiempo perdido y Pasolini -aún más atrevido- hizo versiones de Edipo rey de Sófocles, El evangelio según san Mateo y el Decamerón de Bocaccio. Los resultados son desiguales, pero el gesto osado los ubica al margen de las tendencias. La revisión del pasado que acometieron no es complaciente, más bien intentaron contrastar la modernidad con las sutilezas y ritos depreciados por el tiempo. Sumergen a los espectadores en atmósferas espesas y narran en episodios equívocos, de enorme fuerza visual.

Como crítico, Pasolini fue capaz de impugnar al poder en discusiones públicas. Poseía el talento para detectar los mecanismos destinados a enajenar a los pobres seducidos por la frivolidad y la entretención. Una de sus más encendidas polémicas fue su lucha contra la legalización del aborto, a la que se sumó su amiga Natalia Ginzburg. Recibieron con estoicismo el desprecio de sectores cercanos. Eran comunistas incómodos para los suyos. Preferían mantener sus principios, sus discrepancias, a transar con los dueños del lado correcto de la historia.

Observar los deseos propios, seguir su corriente, es una destreza que acarrea soledad. Los impulsos físicos desarman las estrategias, por eso el pudor es una condición de la decencia. Traspasar su límite desconcierta e incomoda, incluso a los más liberales. Es impropio describir con detalle qué nos hace gozar y en qué nos transformamos cuando perdemos el control. En plena eclosión del feminismo apareció La vida sexual de Catherine M., escrito por Catherine Millet. Descolocó al mundo cultural el tono autobiográfico, frío y minucioso, de una mujer que busca con ansia ser un objeto devorado por hombres. La emancipación que expone causó estupor, su concepto de la independencia no coincide con los términos establecidos. Millet confiesa que encuentra el placer siendo dócil, no obstante es una persona con autoridad. Le aburre la seducción, el amor romántico y defiende su postura libertina y masoquista. Rompe los esquemas de la literatura erótica y de la pornografía al enfrentar a los lectores a un carácter apasionado, resistente, que se guía solo por sus instintos y reivindica su animalidad.

Continuó en la línea confesional con Celos, un examen de las pulsiones que se le desatan al encontrar las fotos de la amante de su marido. El morbo que despliega en este texto es estremecedor, quizá sacude más que las orgías y encuentros furtivos y seriales de su primera entrega. Es un tratado sobre la sensación de dolor y exclusión, por lo mismo, no impactó. Era pertinente su repliegue, la instala en una tradición de autores que ejercen el escrutinio consciente de sus fantasías y perversiones.

En los cursos sobre Friedrich Nietzsche que dictaba Pablo Oyarzún estudié la diferencia entre las palabras “intempestiva” e “inoportuna”. Hay una sutileza en esa distinción, son expresiones que se superponen, traducirlas es una osadía. Recuerdo que en una clase se aludió a la carcajada como antídoto para enfrentar el pensamiento aséptico y satisfecho. En otra se abordó el discurrir sobre el estilo y la cultura estéril que Nietzsche abolía. En sus consideraciones impugna la erudición vacua, y cita una frase de Goethe que jamás olvidé: “Yo detesto todo lo que no hace más que instruirme sin aumentar mi actividad y vivificarla inmediatamente”.

Fue en ese tiempo cuando aprendí a situarme al costado, en un sitio con menos ruido, en el que pudiera oír el susurro del lenguaje. Me refiero a los sonidos tenues, ambiguos y temblorosos que expresan el surgimiento de lo desconocido.