Columna de Mauro Salazar y Carlos del Valle: Chile como jungla

SANTIAGO 11 DE DICIEMBRE DE 2013FOTO GENTE PASEO AHUMADA


Enrique Mac Iver declamó en El Ateneo de Chile su famoso discurso (agosto de 1900) sobre la crisis moral de la República. El abogado ha sido recordado por una frase para la posteridad, “parece que no podemos ser felices”, aludiendo a las heridas insondables, enquistadas en el alma del Centenario.

El Chile Actual será inventariado como un tiempo de infinitas querellas, pasiones tristes y una exacerbada circulación de “morales excluyentes” sobre los 50 años de la UP. Posiciones que han abusado de su propia legitimidad y agudizan las “metáforas de la bestia”, “del horror” y un clima vejatorio, cuyo goce sádico es grabar el presente con “retratos fascistas” y perversiones mediáticas, cincelando un “paisaje de la ruina”. El protagonismo de la enemización no ha cesado en su violencia institucional y encuentra su expresión en el campo de la vida cotidiana, que ha cedido a una cultura del “rechazo existencial”. Hoy, ante los frágiles lazos comunitarios, se abre un eslabón de criminalizaciones, racializaciones y exterminios de toda diferencia, agravando la escisión entre el campo social -autonomizado- y el polo institucional. En suma, la imposición del otrocidio ha sido colosal para el retorno del negacionismo.

A ello se suma el bullicio de las redes sociales y la demonología entre “fachos” y “comunistas”, octubristas o noviembristas, saturando el paisaje de identitarismos salvajes, muy similares a un epistemicidio. De este modo, los últimos estertores del republicanismo se han desplomado mediante “golpismos express”, posiciones identitarias, nacionalismos oligárquicos, izquierdismos emotivos, y una clase política sin pasiones ciudadanas. A la agonía de narrativas, se suma la ausencia de élites con retrato de futuro, develando un vacío de derechos sociales. Y así, se hace evidente una agotada “cultura de los acuerdos” que, al parecer, no tiene punto de restitución, cuestión que ocupa por la viabilidad del eje modernización-subjetividad, acelerando la devastación del campo político y abjurando de todo reparto comunitario. Nuestro escenario migra al interior de un nuevo reparto del clivaje democracia-autoritarismo.

Pese a un clima culturalmente regresivo, de un lado, tenemos el libro de Daniel Mansuy, Salvador Allende y la Unidad Popular (Taurus, 2023) que alcanza una notoria sobriedad argumental, más allá de las consabidas diferencias y, de otro, el texto de Rodrigo Karmy, El Porvenir se Hereda, Nuestra Confianza en Nosotros, (UFRO, 2023). Ambos trabajos han instalado posiciones penetrantes en el mundo trans-académico que, no sólo deben ser apreciados como una crítica atrincherada para el juego de bandos, sino como revaloración de nuestro pasado y presente. Si “lo político” es la posibilidad de disputar un espacio hegemónico-discursivo en la comunidad, nuestro presente se caracteriza por lazos fugaces que hacen imposible todo pacto social.

La ausencia de deliberación racional, y la mínima amistad cívica, es fundamental para reponer unos marcadores y avanzar en la construcción de un “nosotros” -estratégico-. Y ello sin renunciar al dinamismo que produce la energía crítica ante toda democracia anquilosada. En suma, si la democracia se mantiene ensimismada invariablemente en el formato liberal y desconoce la promesa igualitaria, como gesto de inclusión, se abre un “lugar vacío” que el populismo puede copar mediante discursos punitivos, securitarios o maximalistas, que hacen inviable la construcción de un espacio de interlocución pública. Con todo, la intervención populista, especie de republicanismo plebeyo, también puede invocar una dimensión creativa -que no excluye necesariamente “lo institucional”- merced al desencuentro entre las dos caras de la democracia. En suma, un exceso de pragmatismo (realismo) y una ausencia de dinamismo (cambios, innovaciones) nos lleva a interrogarnos si acaso el populismo es siempre un suplemento -una dimensión accidental y patológica- respecto del desencuentro de una democracia (sin política) o, bien, un rasgo estructural de la política contemporánea.

Lejos de cualquier “histeria” por los cambios dinámicos, la fragilidad de la “comunidad lingüística” -gramáticas del reconocimiento- recrudece la supremacía cognitiva y el autoritarismo ético en medio de arremetidas negacionistas. Estamos dentro de una panorama que presupone la división -preconstituida- de las argumentaciones sin que, siquiera, pueda circular el teatro de las representaciones. El desacuerdo encarnado hace de la comunidad un imposible. Lo común, dista de asumir al otro en tanto otro, como parte de lo comunitario. En suma, el enfrentamiento apunta a una destrucción de ese vínculo fundamental que requiere todo tejido vigoroso. La comunidad de los sujetos desvinculados podría terminar en la grieta “ontológica de la comunión”. Lo común como existencia y experiencia de ser en el mundo siendo con otros, es una forma de repensar nuestras fronteras de sentido. Hemos visto como en Argentina, en medio de cambios tectónicos, se desintegra el “cuerpo celeste” bajo el significante Milei. De momento, el enemigo es la diferencia. De momento se mantiene en vilo la silenciosa advertencia, “no podemos ser felices”.

Mauro Salazar J. y Carlos del Valle R., doctorado en Comunicación, Universidad de la Frontera.

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