Columna de Natalia Piergentili: La democracia importa, ¿sólo en Venezuela?
No es explicable que, sectores políticos, cuyos simpatizantes y militantes fueron asesinados o torturados por una dictadura, en la actualidad ya sea por ceguera ideológica o por doctrina, no defiendan aquello por lo que algunos de los suyos dieron su vida. Estas paradojas no son aceptables.
Desde hace un tiempo, pero por sobre todo luego de las elecciones realizadas en Venezuela, el debate acerca de su calidad democrática ha generado en nuestro país un parte aguas, un verdadero muro que ha revestido toda la discusión, y que se divide entre los que señalan que los resultados de la elección están falseados y que en ese país hay una dictadura y, por otro lado, aquellos que defienden el régimen de Maduro y que no condenan las, a estas alturas evidentes, violaciones a los DDHH.
Asimismo, el devenir de la discusión mediática sobre este tema ha hecho que se cope la agenda y que a propósito de aquello se emplace a los que han defendido el resultado de las elecciones a dar un paso al costado en el gobierno, mientras, también se hacen llamados públicos a sus socios del oficialismo a repensar su política de alianzas.
La democracia no es solo tener elecciones y que sus resultados sean confiables, la democracia es por sobre todo una forma de gobierno, la cual también es sinónimo de libertad, de igualdad, de gobierno de mayoría, de justicia social, de fraternidad, de participación, de respeto a las minorías, etc.
Así las cosas y analizando los hechos con sentido de realidad, Venezuela no es una democracia como tampoco lo es Nicaragua ni Cuba. Asimismo, podemos señalar algunos otros ejemplos latinoamericanos donde la fragilidad institucional permite, por ejemplo, reelecciones inconstitucionales, entre otros atentados al respeto de las reglas del juego, las que sin duda pueden desembocar en autoritarismos.
Pero entonces, ¿por qué el centro del debate está en Venezuela? Sobre eso hay al menos dos aspectos que han hecho que la política de dicho país impacte en nuestra política cotidiana. Lo primero es el éxodo de venezolanos repartidos a lo largo del continente y en el caso particular de Chile, la vinculación que se hace de una parte de esta migración con el aumento de los índices de delincuencia y los cambios en los tipos de delitos. Así también, porque el que el régimen de Maduro se autodenomine como de izquierda ha servido para que las derechas, tanto la democrática, como la cavernaria, tengan protagonismo en una disputa cuyo campo siempre estuvo reservado, en el caso de Chile y por nuestra historia, para las izquierdas.
Y es en este punto donde la democracia pierde, ya que no es entendible ni aceptable que, por el solo hecho de autodenominarse un gobierno de izquierdas, el régimen venezolano tenga defensores en la política chilena. No es explicable que, sectores políticos, cuyos simpatizantes y militantes fueron asesinados o torturados por una dictadura, en la actualidad ya sea por ceguera ideológica o por doctrina, no defiendan aquello por lo que algunos de los suyos dieron su vida. Estas paradojas no son aceptables.
Como tampoco lo es el escuchar defensas irrestrictas a la democracia en el país caribeño cuando esos mismos personajes todavía relativizan lo sucedido en Chile y, luego de 50 años, aun no pueden condenar lo ocurrido, por ejemplo, firmando un documento, como el que se planteó por parte del gobierno a propósito de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, en que se buscaba hacer un llamado a todas las fuerzas políticas a condenar, sin pretextos, ni contextos todo tipo de dictaduras.
La democracia en su definición amplia no resiste defensas parciales o en “algunos casos”. La democracia se defiende siempre con todo, sino para qué.