Columna de Óscar Contardo: Cuidados intensivos
Hasta hace algunos años hubo una frase que cada tanto salía de la voz de algún dirigente político histórico: “Tenemos que cuidar la democracia”, decían con el tono solemne del que viene de vuelta después de haber visto cosas horribles. La oración era pronunciada en momentos de crisis que podríamos describir como situaciones de develamiento. Eran episodios que casi siempre involucraban el trabajo de la prensa; reportajes o entrevistas que merodeaban en torno a la verdad de alguna institución poderosa. Cuidar la democracia significaba caminar de puntillas, evitando hacer ruido, porque un monstruo escondido en un salón al final del pasillo en cualquier momento podía despertarse. No era una simple fábula ni un cuco imaginado, de hecho, durante los primeros años de la transición el cuco gruñó cuando se sintió vulnerado y los gobernantes de la época se las arreglaron para calmarlo, amordazando las denuncias y maniatando al periodismo. Si un canal tenía una entrevista a un exagente de la Dina en donde relataba detalles del engranaje de la represión en dictadura, lo mejor era llamar a la dirección ejecutiva para frenar la transmisión; si una periodista investigaba sobre los acomodos de la justicia local y publicaba sus hallazgos en un libro, el paso más prudente era prohibir que tal cosa fuera leída y perseguir legalmente a la autora; si un diario les seguía la pista a los negocios del hijo del exdictador, entonces un ejercicio de enlace súbito, con militares en tenida de combate en la calle, nos recordaba a todos que nuestra democracia era una criatura frágil que podía resentirse al menor remezón. El tiempo pasó, los gobiernos transcurrieron, nuevas generaciones de chilenos y chilenas llegaron a la edad adulta, pero nadie quiso hacerse cargo de los cuidados para que la criatura bajo amenaza se fortaleciera; la fórmula para continuar fue mantener a gusto al cuco, permitirle deambular por distintas habitaciones, encontrarse con sus viejos amigos, esparcir sus enseñanzas y hacer como si nada, porque debíamos ser prudentes, había que cuidar la democracia.
La doctrina del sigilo se fue consolidando y fue ampliada a distintos mundos que, a fin de cuentas, nunca estaban tan lejanos, sobre todo en un país en donde el poder permanece reconcentrado en una cápsula insonorizada y aislada de malestares mayores. Cualquier movimiento inoportuno que hiciera crujir el piso o desconchara los revestimientos del muro era intervenido con celeridad, ya sea sacando del país al obispo acusado de pederastia antes de que apareciera el reportaje con los detalles de las denuncias; prohibiendo la nota sobre los contubernios de un partido político con el Estado; o trayendo a casa al anciano dictador devenido en senador designado y capturado durante una misión especial.
El antídoto más eficaz para cualquier suspicacia fue cultivar el mito de que en Chile la corrupción era un fenómeno desconocido, casi inexistente. Repetirlo nos hacía sentir orgullosos. La prueba de que no hubiera corrupción era, básicamente, que no nos enterábamos de ningún caso; lo que sí conocíamos eran “irregularidades”, que es la manera de llamar a los actos de corrupción cuando involucran a personas que viven en la cápsula de aislamiento a prueba de ruidos molestos antes mencionada. Un par de llamados, otro par de reuniones de emergencia, y la justicia hacía su parte liberando de vivir momentos desagradables en tribunales a los involucrados en tramas de financiamiento ilegal de la política. Había que cuidar la democracia a punta de telefonazos. A la larga, el costo de fomentar la doctrina del sigilo perpetuo acabó erosionando toda confianza en las instituciones y provocó el naufragio en cámara lenta de un pacto social entre gobernantes y gobernados que acabó sumergido en un pantano de escepticismo.
Ahora la realidad toca a la puerta todos los días. No para de golpearnos. El ruido es tanto y tan insistente, que ya nadie se sorprende ni de los fraudes, ni de la colección de crímenes sin castigo que se arrastran por décadas; lo que lograron maniatando durante tantos años los hechos es que una vez que estallaron, lo hicieron con una potencia tal, desde tantos lugares, con cifras tan enormes, que colmaron toda capacidad de asombro. El cuco ya no sólo gruñe al fondo del pasillo por unos pinocheques venenosos, ahora sale a vigilar a una jueza que investiga un fraude de dimensiones y alcances inverosímiles en el Ejército, se las arregla para robar un expediente secreto y se da el tiempo de indagar en la vida de los periodistas que reconstruyen sus crímenes pasados y presentes.
Decían que lo mejor era estarse quieto, sin mover nada, decían que jugar al un, dos tres momia le hacía bien la democracia, pero lo que finalmente provocaron fue mandarla a cuidados intensivos, desentenderse de la cuenta acumulada y refugiarse en la cápsula del poder perpetuo a prueba de disgustos, a salvo de rendir cuentas, desconociendo toda responsabilidad del daño provocado.
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