Columna de Óscar Contardo: Los “cuñados” españoles
Los españoles identifican un estereotipo humano entre el fanfarrón y el latero, difícil de traducir a nuestra realidad, al que ellos llaman “cuñado”. El “cuñado” es aquel sujeto que, lo mismo que un taxista argentino, siempre está dispuesto a explicarle a quien tenga en frente algo que nadie le pidió explicar. El “cuñado” enseña cómo son realmente las cosas, porque asume que su interlocutor vive en una nube de ignorancia que merece la pena ser despejada. Su voluntad pedagógica todo lo colma, es un impulso que no necesita más contenido que una labia inagotable adornada con giros coloquiales. El “cuñado” no necesita títulos que avalen su discurso, ni experiencias ajenas que ayuden a orientar unos conocimientos que tampoco necesita adquirir, porque el “cuñado” nació sabiendo y esa certeza de erudición innata le da una comodidad, un aplomo, en línea con su capacidad oratoria. Habla mucho. Habla sin titubeos, allí donde los “cuñados” no ponen el hombro, colman de palabras y de buenas razones. No dudan. Así como existe la figura del “cuñado”, también existe el “cuñadismo”, que consiste en cultivar ese estilo de ser-en-el-mundo en determinadas situaciones o ambientes, como suele ocurrir, por ejemplo, con el caso de ciertos dirigentes políticos españoles respecto de Latinoamérica, en donde la impronta paternalista, la condescendencia y la franca petulancia les sirve de combustible no solo para opinar a viva voz y con sintaxis impecable, sino también para ponderar y distinguir entre el blanco y el negro como si los matices en medio no debieran ser considerados, porque desde la otra orilla no se ven o carecen de importancia.
Las declaraciones de parte de la izquierda española respecto de la crisis política venezolana en curso pueden ser interpretadas como una alerta de “cuñadismo” de máxima intensidad. Yolanda Díaz, la ministra del Trabajo y líder de Sumar -coalición en el gobierno-, pese a la opacidad del proceso eleccionario en Venezuela se apresuró en reconocer el triunfo de Nicolás Maduro: “Lo primero, hay que reconocer los resultados electorales. Es lo que hacemos los demócratas en el mundo. Ante las dudas, transparencia”. Pues bien, justamente lo que hizo fue avalar a primera hora del lunes un proceso que durante el domingo fue muy poco transparente. Tanto así que hasta el minuto en que escribo estas líneas el gobierno venezolano aun no entrega las actas que certificaban el resultado de la elección. El politólogo español Juan Carlos Monedero, histórico dirigente de Podemos, usaría su cuenta en redes sociales para explicarle al mundo lo equivocado que era desconfiar de la institucionalidad electoral intervenida por el régimen de Maduro, con la sorna de quien juzga que dudar es propio de tontos o de vendidos al imperio. Por su parte, Irene Montero, secretaria política de Podemos, sentenciaba lo siguiente: “El pueblo venezolano ha elegido a Nicolás Maduro como presidente. Comunidad y observadores internacionales deben garantizar respeto a resultados por todas las partes dentro y fuera del país”. Montero presentaba los resultados oficiales como un hecho avalado por la comunidad y los observadores internacionales, algo que no era efectivo, puesto que hubo observadores que ni siquiera pudieron entrar al país. La turbiedad quedó constatada cuando el Centro Carter, organización especializada en seguimiento de elecciones, difundió una declaración en donde establecía que el proceso llevado a cabo el domingo “no puede ser considerado democrático”. Pablo Iglesias, el histórico político devenido en comunicador, pontificador en todas las asambleas y todos los cócteles, dio larguísimas charlas en su canal en internet y escribió hilos en su cuenta de ex Twitter, razonando como solo lo hacen quienes conocen la solución antes siquiera de asomarse al problema. “Cuñadismo” de alta pureza, tóxico para una izquierda latinoamericana que necesita superar la épica del caudillo parlanchín y acercarse al pueblo real, no el idealizado, en los distintos contextos de cada uno de los 20 países repartidos en dos hemisferios, naciones diversas que desde el otro lado del Atlántico algunos tienden a considerar como una unidad homogénea, un poco por flojera, otro poco por ignorancia y en gran medida por un colonialismo disfrazado de misión humanitaria.
Nicolás Maduro les ha hecho un daño enorme a su país, a sus compatriotas y a la izquierda en la región. Actualmente la pobreza golpea a un 80 por ciento de la población y tiene la mayor tasa de homicidios de Sudamérica. Durante los gobiernos de Maduro han huido del país alrededor de siete millones de venezolanos y venezolanas, sobre una población total de 28 millones. Un éxodo que ha provocado una crisis migratoria que afecta desde Estados Unidos a Chile. Ni las caravanas de personas cruzando el continente a pie ni los informes de la ONU y la Corte Penal Internacional sobre miles de detenidos, torturados y ejecutados extrajudicialmente son bulos del imperio. Cuando la ultraderecha invoca el ejemplo de la revolución bolivariana para desacreditar las propuestas de la izquierda, lo hace porque el caos y la decadencia venezolana son palpables, evidentes. La Venezuela de Maduro es un país que expulsa a su gente y exporta bandas criminales. Ni el “cuñadismo” progresista peninsular, ni parte de una izquierda que, por una malentendida lealtad o una ceguera selectiva, evita enfrentarse a los hechos, parecen aceptar que defender a Maduro es hundirse con él y con su palabrería de “cuñado” caribeño. La izquierda -ibérica, latinoamericana- no puede darse el lujo de sacrificar frente a sus electores sus propias credenciales democráticas justificando la brutalidad de un régimen que ha invocado la voz del pueblo solo para terminar empobreciéndolo hasta la desesperación.
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