Columna de Pablo Ortúzar: Amiga, no te creo

Antonia Orellana

En Chile es todo tibieza y precaución, tanto en el ministerio dirigido por Antonia Orellana -acostumbrada a rasgar vestiduras por mucho menos en casos que no involucren camaradas- como entre las organizaciones pañuelo verde o morado. Nadie lo apunta con el dedo.



Una de las características de la vida política chilena después del 18 de octubre de 2019 fue un rechazo furibundo contra los partidos acompañado de una idealización de la sociedad civil, encarnada en las “organizaciones sociales”. El día 22 de octubre, cuando ni los socialistas, ni los comunistas, ni el Frente Amplio llegaron a la reunión convocada a La Moneda por el Presidente Sebastián Piñera para buscar una salida conjunta a la crisis, la excusa repetida por todos sus voceros fue que no se había convocado a dichas organizaciones. Y con esto se referían a la “Mesa de Unidad Social”, que supuestamente reunía a lo más representativo de ese mundo, y cuyo petitorio en ese momento comenzaba con la exigencia de la renuncia de Piñera. La misma mesa que había llamado a las protestas del 5 de septiembre que anticiparon, en algunos sentidos, el estallido, y cuyos dirigentes se ubicaban desde el Partido Comunista hacia la izquierda, incluyendo también a los colectivos feministas más conocidos, protagonistas de la ola de protestas del 2018.

Una semana después, el 29 de octubre, el gobierno anuncia que iniciará un proceso de “diálogos ciudadanos” involucrando a 345 comunas a nivel nacional. Sebastián Sichel estaría a cargo de este proceso. Sin embargo, la Mesa de Unidad Social responde alegando que solo ellos son los legítimos representantes de la sociedad, y que el gobierno sigue negándose a dialogar con las organizaciones sociales. Socialistas y frenteamplistas continúan repitiendo la misma cantinela, aunque esta es también la época de los “cabildos locales”, que excedían las redes de la MUS.

Este cruce dejaba al desnudo dos cosas: primero, que lejos de ser simples organizaciones de la sociedad civil, lo que tenía en común la amplísima lista de asociaciones relativas a los más diversos temas que conformaban la MUS era ser de izquierda. Las unía la militancia política antes que cualquier deseo de representar a la sociedad. Lo segundo es que cuando el PS, el PC y el FA demandaban “escuchar a las organizaciones sociales”, estaban en realidad convocando a un ejercicio de ventrílocuo, donde ellos mismos hablarían a través de ellas. Por eso la pretensión gubernamental de conversar directamente con la ciudadanía fue combatida y descalificada de inmediato.

Esta grosera manipulación de la etiqueta de la sociedad civil tuvo un segundo capítulo en la famosa Lista del Pueblo, que se pretendía “pura gente normal”, pero entró a la Convención con una agenda de ultraizquierda. Casi todos sus miembros eran activistas políticos con algún emprendimiento en algún área de protesta social. Y algo similar puede decirse de los representantes de los pueblos originarios, que lejos de siquiera intentar representar lealmente a los colectivos en cuyo nombre actuaban, se alinearon rápidamente con el resto de la izquierda convencional. De ahí el estupor final que generó en muchos que el Rechazo triunfara en las “zonas de sacrificio” y en las comunas de alta población indígena que supuestamente habían tenido una voz en la Convención.

Luego, al poco andar del gobierno, vino el escándalo de las fundaciones, que aún no cesa. Fundaciones que con excusa civil, en el mejor de los casos, buscaban montar campañas financiadas con dineros públicos que eran mitad ayuda y mitad proselitismo político.

Y ahora, con el caso Monsalve, le toca una repasada a buena parte del progresismo feminista, que reclama representar los intereses de todas las mujeres: tal como cuando descalificaban a “las pacas” durante el estallido -muchas de ellas gravemente heridas en las protestas-, y tal como en Argentina, donde las gravísimas acusaciones de abuso contra el otrora Presidente Alberto Fernández realizadas por su esposa fueron tratadas con total indiferencia por el movimiento feminista transandino, ahora en Chile es todo tibieza y precaución tanto en el ministerio dirigido por Antonia Orellana -acostumbrada a rasgar vestiduras por mucho menos en casos que no involucren camaradas- como entre las organizaciones pañuelo verde o morado. Nadie lo apunta con el dedo. Nadie grita “amiga, yo te creo”. El ventrílocuo está en silencio. “Las organizaciones sociales”, al parecer, se quedaron sin tesis.

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