Columna de Pablo Ortúzar: El Orrego que ya perdió
¿Qué hubiera sido si Claudio Orrego por el Apruebo no hubiera tomado partido? Seguramente esta segunda vuelta no habría ocurrido. En la derecha todavía tendría amigos. Pero no fue eso lo que pasó, por razones entendibles, pero inconfesables. El tema es este: Orrego siempre ha querido ser Presidente de Chile. Y llegar a La Moneda exige, normalmente, golpes de fortuna que demandan tomar riesgos. Bachelet, hija de un militar traicionado y abandonado por sus pares, subiéndose sonriente a un tanque; Boric firmando, solo su alma, el acuerdo de noviembre. La apuesta total de Claudio Orrego fue apoyar el Apruebo, aun después de haber ganado la elección para gobernador metropolitano a Karina Oliva con un influjo enorme de votos de derecha. Dicha operación exigía hacerles la desconocida a esos electores por un rato. Pero si el proyecto constitucional era aprobado, entonces el triunfo sobre Oliva podría repetirse a escala presidencial. Orrego sería el rostro menos octubrista del octubrismo, el gran mal menor para una derecha desesperada y derrotada, y un nombre todavía aceptable para los nuevos mandamases y mandarines.
Mientras más se enredaba la opción del Apruebo, por cierto, más pagaba al inclinado moderado. Al final, hasta con cuadros históricos del Partido Socialista anunciando su voto en contra, parecía absurdo que personajes de centro o derecha siguieran promoviendo la propuesta. Algunos, como Cristóbal Bellolio, se asustaron a último minuto y se pasaron sin mayor convicción al Rechazo pocos días antes de las elecciones (lo que le valió un muy modesto capital que ahora puso al servicio de Orrego). Otros, como José Francisco García, lo apostaron todo por un futuro improbable, pero estelar: convertirse en los porteros o bisagras del nuevo orden. Ser uno de los pocos legitimados para la acción en el bravo nuevo mundo octubrista. Orrego se mantuvo firme: estaba en manos de la fortuna.
Pero su estrella se apagó.
Esa noche de septiembre del 2022, frente al abismo de la derrota, Claudio Orrego debe haber recordado su incursión presidencial del año 2013, casi 10 años antes. Cuando le pegó a Andrés Velasco por su doble militancia con la academia. Cuando salió a la calle a declarar “creo en Dios. ¿Y qué?” ante un país en secularización acelerada que le respondía “¿y qué?”. Y cuando prometió a los cuatro vientos que estaba en política por convicciones democráticas y cristianas, para defender ideas y valores respecto de los que nunca claudicaría. Convicciones que, por ejemplo, lo llevaron a los calabozos de la dictadura durante las protestas callejeras que intentaban hacer visible a Juan Pablo II la situación de Chile durante la visita papal de 1987. Las mismas que el proyecto constitucional emanado de la Convención, apoyado por Orrego por mero cálculo, hacía papilla.
Max Weber, incluso en el escenario horroroso en que realizó su discurso sobre la política como vocación, exageraba al mostrar la política como definida por pactos con el diablo. Pero eso no significa que esos pactos no existan. Claudio Orrego, de hecho, hizo uno de ellos al subirse al carro del Apruebo, contra toda su trayectoria política. Y el cola de flecha recolectó su precio: amañarle el triunfo en primera vuelta y mandarlo a una segunda instancia contra alguien con su mismo apellido, pero joven, ambicioso y dado a la patada y el combo. Alguien que el gobernador considera por debajo de su liga, y que le exige perder estatura presidencial con tal de defender su cargo (apelando, por ejemplo, a la capacidad técnica, cuando el puesto apenas tiene atribuciones y lo que más hace es repartir plata, ámbito donde el propio Orrego admite haber sido engañado por ProCultura).
Ahora Claudio debe hacer humillantes maromas para tratar de defender el puesto que le iba a servir de trampolín a La Moneda. Someterse a esta segunda vuelta ya es, en ese sentido, una derrota. Y, aunque ganara, lo haría muy dañado. Y es que la fortuna es cruel: Boric pasó el umbral y ahora tiene a Eugenio “de Cesarea” Tironi componiéndole un relato amnésico que lo disfraza de Aylwin. Pero Claudio Orrego no ganó su apuesta, y nadie le compondrá cantos que borren las marcas de sus decisiones pasadas.
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