Columna de Pablo Ortúzar: ¿Será Chile un país democrático?
En política democrática no se puede suprimir al adversario. Eso significa que ningún colectivo, ideología ni programa logra avanzar, en un contexto como ese, sin transar. Y ello implica reuniones y conversaciones públicas y privadas. No es algo fácil, pues tensiona todo el ejercicio de representación: los votantes, el partido y sus aliados deben ser convencidos de dejar ir una posición en razón de un bien mayor. Hacerlo con decoro y sin humillaciones no es sencillo, y de ahí la necesidad de “cocinar” negociaciones. Sin cocina, básicamente, no hay democracia. Y aceptarlo exige, también, aceptar que se trabajará en un campo opaco, con un riesgo de corrupción inherente.
Todo espíritu con ansias de certeza y pureza sentirá algún nivel de disgusto frente a un sistema así. ¿Por qué las mentes preclaras que persiguen fines nobles deberían someterse a un sistema que todo lo entorpece y que siempre les deja cartas por jugar en la mano a idiotas, malvados y rufianes? Sin embargo, tal enojo nace de una falsa ilusión respecto de las capacidades de la razón humana. La democracia, tal como los mercados coordinados por sistemas de precios, funciona gracias a que sus procedimientos en apariencia caóticos logran hacer emerger algo así como una inteligencia colectiva, que condensa muchas más variables e información que la de cualquier individuo, por inteligente que sea.
Es para mantener este sistema de inteligencia colectiva operando que todo régimen democrático se impone límites y restricciones al ejercicio del poder. La idea es que ninguna mayoría circunstancial pueda encaramarse al Estado, cancelar a sus adversarios y patear la escalera. Así, llamamos a las democracias modernas “democracias liberales”, porque enmarcan la disputa política en un régimen de libertades individuales y separación de poderes que busca prevenir su deriva autoritaria.
¿Tiene esta valoración de la democracia arraigo en Chile? Todo indica que no. La mayoría de las culturas políticas organizadas en partidos no tienen raíces en tradiciones democráticas. Por lo mismo, la suposición implícita o explícita de “borrar al adversario” es recurrente en sus retóricas y estrategias. En vez de otra pieza en el engranaje de la inteligencia colectiva, los partidos suelen ver a sus competidores como estorbos, cuando no como enemigos existenciales.
Concebir la política como lucha existencial puede resultar comprensible en el caso de aquellos individuos y organizaciones formadas al alero de la Guerra Fría. Sin embargo, ha renacido con letal fuerza en el mundo de la política identitaria, justamente porque todo combate por la propia identidad se comprende como total. Es un regreso a la política tribal.
Este hecho explica, en buena medida, la tolerancia extrema que hubo en los círculos políticos respecto al violentismo desatado durante y después de octubre de 2019, al tiempo que hace más valioso aún el acuerdo de noviembre, en que básicamente se decidió resolver las diferencias mediante un mecanismo distinto a la lucha a muerte. Sin embargo, dicho acuerdo, así como el rechazo categórico a la Constitución partisana propuesta por la Convención, son eventos en una disputa que está lejos de terminar. Hoy tenemos discursos antipolíticos y autoritarios creciendo a diestra y siniestra, mientras que el debate sobre cómo rescatar nuestro sistema político de la zozobra es condenado como elitista y alienado. Con todo esto en contra, nuestra democracia la sigue peleando. Y todo indica un sufrido final a penales.
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