Columna de Paula Escobar: Bochornoso

AISEN - BORIC - MAYA

Cuando se reclama contra los privilegios, también se refiere a las personas que ocupan cargos de responsabilidad en el Estado, que deben poner y ponerse una vara más alta respecto de sus conductas. Es lo que corresponde. Pero este caso revela lo contrario; una vara más baja.



Las desprolijidades han abundado en este gobierno, sea por inexperiencia, impericia o simple dejadez. Después de tres años de gobierno se suma una desprolijidad más, y una mayor, tras la fallida compra de la casa del expresidente Allende. Un error que ha expuesto y dañado la honra de la familia Allende.

Un autogol impresionante, toda vez que es inconstitucional que estas autoridades celebren contratos con el Estado (además de ser de completo sentido común que no deben hacerlo). Pero tan de grueso calibre como el error han sido las explicaciones, tal como ha pasado en otros casos, en que a la negligencia inicial se suma un control de daños aún más desprolijo, como pasó con los indultos o el caso Monsalve. En este caso, se dice que se actuó de buena fe. Que no había intención de ganar dinero o de lucrar. Que no se ha cobrado ni un peso y, por tanto, no se ha “celebrado” contrato con el Estado por parte de la ministra Maya Fernández y de la senadora Isabel Allende. Se suman a esto las distintas versiones/visiones. La insólita entrevista de la vocera subrogante, Aisén Etcheverry, que temprano en la mañana del lunes, en Tele13 Radio, defendió el actuar de la ministra de Bienes Nacionales, la que pocas horas después fue despedida. Lo que en la mañana era justificable, un rato después era lo contrario. Los voceros deben muchas veces “cuadrar el círculo”, elaborando narrativas que integran contradicciones flagrantes, pero esta vez la vuelta de carnero es olímpica. Que la vocera “perdió cara” es un hecho.

Y luego ha venido el largo debate legal sobre si se celebró o no la venta, con lo cual este episodio no se extinguirá en el corto plazo, más aún si terminará en el Tribunal Constitucional, para que decida si se transgredió o no la Carta Magna.

Mientras todo este ruido copa el debate público, el punto de fondo no se aborda: cómo es posible que con la cantidad de abogados y asesores que el Estado tiene a su disposición -y que este gobierno ha contratado abundantemente- para actuar con apego a las leyes, NINGUNO haya dicho: esto no se puede. O que si lo dijo, no haya sido considerado. Cómo es posible, por otro lado, que una ministra de Estado y una senadora no conozcan a cabalidad el marco dentro del cual pueden actuar al vender una propiedad. Y cómo es posible que la explicación sea que lo delegaron en un tercero, como si aquello no implicara que la responsabilidad es de quien ha conferido ese poder. Esa es la respuesta que se requiere contestar, y enfrentar sus consecuencias.

Argumentar que esta conducta se extingue o mitiga por la buena fe significaría que las leyes, las reglas, son distintas para unos y otros. Que mientras para los ciudadanos de a pie traspasar la ley no se borra por la buena fe (algo así como “me pasé la luz roja, pero no lo hice de mala fe”), en el caso de las autoridades parece que sí.

Y debiera ser al revés.

Cuando se reclama contra los privilegios, también se refiere a las personas que ocupan cargos de responsabilidad en el Estado, que deben poner y ponerse una vara más alta respecto de sus conductas. Es lo que corresponde. Pero este caso revela lo contrario; una vara más baja. Tanto para las autoridades involucradas como para quienes autorizaron y dieron luz verde a esto, siendo responsables de esta negligencia por acción (desconocimiento y/o incumplimiento) u omisión (ignorancia y/o dejadez).

Peor aún, la señal que podría estar dando el gobierno con sus argumentos es que las reglas, en realidad, no son tan relevantes, que pueden saltarse, que no es para tanto. Y eso sí que es serio. Abre la puerta a que otros gobiernos, en el futuro, puedan usar el mismo raciocinio: que su transgresión de las reglas está bien intencionada y entonces es, hasta cierto punto, válida.

Esto es especialmente grave, porque Chile requiere con urgencia valorar y hacer respetar las reglas, a todo nivel. La anhelada demanda por orden no se limita solo a la seguridad, por cierto de la mayor importancia. También refleja la necesidad de que haya orden, formalidad y la certeza que provee la existencia de reglas y su cumplimiento. Más orden y formalidad en todas partes: en las calles -por eso el rechazo a las incivilidades-, en las aulas, hasta en las playas. El salvavidas de Los Molles se hizo famoso y se viralizó con su megáfono porque justamente le habló a ese anhelo: acá no se puede hacer lo que uno quiera, las reglas son para que todos estemos bien, cúmplalas.

Pues bien: este bochornoso episodio, así como sus muy malas explicaciones, van en la dirección contraria de proveer de la certeza de las reglas y de explicar la necesidad de ellas para una sociedad civilizada, en la que más allá de dónde uno viene, o el lugar que ocupa, todos y todas debemos someternos a las mismas reglas. Mucho más si se es autoridad.

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