Columna de Paula Escobar: El inaceptable entreguismo del ministro
Que el narco dicte cuándo se pueden hacer clases en Chile es inaceptable, como dijeron tantas personas.
Pero pasó, tal cual.
Que decenas de colegios y dos universidades suspendieran esta semana las clases en Valparaíso por un funeral narco revela cuánto y hasta qué punto se ha ido normalizando el avance del crimen organizado, mientras crece la impotencia en las personas por la vida interrumpida, los espacios públicos tomados, las rutinas alteradas.
Es comprensible -quién podría juzgarlos- que directivos de los colegios y establecimientos universitarios, asustados por la posibilidad de violencia y baleos, hayan optado por suspender. Han dicho que no tenían conocimiento de protocolos ni de planes para garantizar la seguridad, que los apoderados estaban muy inquietos, que ya había barricadas y desórdenes que presagiaban un riesgo mayor. Haberse sentido solos frente a este peligro hace comprender la decisión, pero eso no le quita la gravedad a que esto haya pasado. Es una señal de entreguismo frente al narco. De sumisión, de impotencia respecto del deber y el poder del Estado y del imperio de la ley. Es claudicar.
Lo que es más brutal aún, y completamente inentendible, es que el ministro de Educación, Marco Antonio Ávila, quien debiera ante todo defender el derecho de las y los niños a educarse -especialmente con los grandes déficits pospandémicos-, haya aparecido como el primero en “adaptarse”, al rápidamente calificarla de “buena decisión”, abonando a la idea del repliegue frente a la coerción del crimen organizado. Un ministro de Estado sucumbiendo al temor contra el narco ¿qué les está diciendo a las y los estudiantes de todo Chile? Como clase de educación cívica, les dio una terrible: en vez de relevar la importancia del Estado de Derecho, del respeto a las reglas, sus declaraciones trasuntan la fatalidad frente a quienes hacen de eso nada. Los narcos no solo se saltan las leyes, sino que se enorgullecen de burlarlas. E intimidan con esa transgresión: basan su poder en su violencia y en su impunidad e inmunidad frente al poder del Estado. Así, además, destruyen la confianza y el respeto a las instituciones, a su capacidad de proveer seguridad y justicia.
Al ministro, al parecer, se le olvidó lo que él representa hoy: es una autoridad, no un comentarista ni un observador.
Debió haber intentado a toda costa evitar que funerales narcos u otras situaciones de este tipo saquen a los niños del aula. Debió prepararse, debió hablar con el municipio, con las policías, con los otros ministerios, y con urgencia, con firmeza, para evitar que los directivos tuvieran que optar por la suspensión, según ellos han dicho, por la falta de información y coordinación oficial. El Colegio de Profesores fue durísimo: «No es aceptable que la máxima autoridad de Educación del país normalice situaciones totalmente anómalas como esta. Esperábamos, como mínimo, una fuerte condena del ministro Ávila a esta perturbación que generó la delincuencia en 15 escuelas y liceos, no una justificación», planteó Carlos Díaz Marchant, presidente del Colegio de Profesoras y Profesores de Chile.
El ministro debió “desplegarse” en el territorio mismo. Hablar en terreno con directivos, con sus colegas profesores, que son quienes dan la cara y que -junto al alumnado- padecen las consecuencias.
Debió estar ahí.
Existen legítimas dudas sobre la eficacia real de la política del alcalde Rodolfo Carter -de demolición de las llamadas “narcocasas”- con respecto al objetivo de disminuir el narcotráfico; y la iniciativa tiene, por cierto, bastante de efectismo y de estrategia mediática. Pero las personas valoran que al menos intente hacer algo -con las herramientas que tiene a mano- y, sobre todo, que esté ahí presente, donde las papas queman. Más que entrar en polémica con él, el gobierno debería mostrar su propia agenda, que fue exactamente lo que no pasó esta semana, porque el ministro de Educación brilló por su ausencia.
No es la primera equivocación del ministro Ávila: desde el exabrupto con la diputada Medina, que costó el rechazo de la reforma tributaria, pasando por su lentitud para priorizar la recuperaración de los aprendizajes y de los 50 mil desertores, o el atraso en el catastro de la infraestructura de la educación pública.
Pero decir que fue una “buena decisión” suspender las clases, sin más, fue peor que todo eso.
Aunque el gobierno salió rápidamente a enmendarle la plana -el subsecretario Monsalve directamente lo contradijo-, el daño queda. Instala una especie de desesperanza aprendida: la adaptación como única vía frente a la impotencia del Estado. Aquello abona que las personas aplaudan soluciones al estilo del Presidente Bukele, de El Salvador: la apología de la “mano dura”, la relativización del valor de los derechos humanos y la ausencia del debido proceso. En definitiva, la erosión democrática y civilizatoria.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.