Columna de Paula Escobar: ¿Por qué despidieron a Isabel Amor?
Aunque la pérdida de confianza es una causal que no requiere explicaciones, un empleador como es el Estado debe dar estándares de mayor respeto a los derechos de sus empleados, fijando así una vara más allá de lo legal.
Luis Alberto Corvalán Castillo sufrió torturas y tormentos espeluznantes durante la dictadura. Fueron tan brutales, que estuvo a punto de morir en el Estadio Nacional. Manuel Amor, médico y militar en retiro del Ejército, fue condenado como encubridor de ese delito, en fallo ratificado por la Corte Suprema en abril de este año.
¿La culpa, la mancha, de ser autor o cómplice de este horror, se expande también hacia los hijos de esas personas? ¿Cómo se vive cuando un padre ha cometido esos horrores?
Isabel Amor ha convivido con esa pregunta toda su vida, más aún por ser una profesional dedicada a los derechos humanos y la defensa de las disidencias sexuales. Fue directora de la Fundación Iguales y jefa regional del INDH de Ñuble, al cual llegó tras concursar por Alta Dirección Pública. Allí, organizaciones de derechos humanos cuestionaron su nombramiento, sin embargo, fue defendida por Consuelo Contreras, directora del INDH, al considerar que no podía ser discriminada por ser hija de. Luego, Amor fue elegida como directora del SernamEG de Los Ríos, a donde se trasladó con su mujer, que está embarazada. Antes de comenzar ese trabajo, Amor había dado una entrevista, que no había sido publicada aún, a revista Sábado. Ella tuvo acceso a una primera versión de esta entrevista, inédita aún, y se la envió a una jefatura -según ha dicho- para evitar conflictos en cómo enfrentar las preguntas sobre un tema tan complejo.
El resto es historia: 48 horas después fue despedida del cargo, por pérdida de confianza. Entendibles como son las posturas, dolores y frustraciones de los familiares, y de las asociaciones de derechos humanos, otra cosa es el análisis del rol del Estado y de la institucionalidad respecto de un tema tan central como lo es la extensión de la culpabilidad.
Desde esta perspectiva, es evidente que no puede aceptarse que una persona sea despedida por la condena del padre, pues eso es contrario a cualquier valor democrático y republicano. Cada cual forja su vida, y esta no debiera ser una sociedad de herederos, ni de lo bueno ni de lo malo. Al aceptarla para el SernamEG de Los Ríos, se puede asumir que la respuesta hacia la extensión de la mancha por los delitos del padre fue la correcta, e igual a la que dio antes Contreras en el INDH: cada cual es responsable de sus propios actos, acciones y omisiones.
Su abrupto despido arroja, sin embargo, dudas sobre la firmeza de la defensa de ese principio. Primero, por la velocidad de la medida, sin aplicación de ningún tipo de proceso o protocolo. Aunque la pérdida de confianza es una causal que no requiere explicaciones, un empleador como es el Estado debe dar estándares de mayor respeto a los derechos de sus empleados, fijando así una vara más allá de lo legal. Despedir a los dos días, sin que se explicite la transgresión concreta de la que se le acusa, sería muy criticable en una empresa hoy; más aún para el Estado.
Y no solo es necesario que se le explicite a ella, sino a la opinión pública. Las razones que se han esgrimido hasta ahora son confusas. Se ha dicho que en ese borrador de entrevista no publicada habría expresiones que relativizarían la adhesión de Isabel Amor al respeto irrestricto a los derechos humanos, y que -como le pasó al senador Macaya- no separó en aquel texto su papel de autoridad del de hijo o hija. Pero no parecen casos equivalentes. Mientras Macaya dio una entrevista en televisión, con amplia publicidad, el borrador en cuestión no fue publicado. Lo público es evidentemente lo publicado. Debiera, entonces, ser juzgada por aquello, si la base del despido es proferir públicamente un discurso de tintes negacionistas. ¿Por qué no esperaron a la publicación de la entrevista para luego proceder, con serenidad y con argumentos específicos? En segundo lugar, Macaya sí cuestionó un fallo judicial, al decir que algunas de las pruebas no eran fehacientes y, además, al revictimizar a las niñas abusadas, criticándolas y dudando de ellas. Isabel Amor, en cambio, dice que acepta y valida el dictamen judicial sobre su padre, afirma que la condena es la verdad del caso, y en ningún momento relativiza o cuestiona el horror causado a Luis Corvalán. Dice que le cree a su padre, es cierto, pero en tanto su versión es igual a la condena. El caso Macaya es inverso: si le cree al padre, no le cree a la justicia.
Entonces, si Isabel Amor no ha expresado públicamente -hasta donde consta- ideas negacionistas, si no ha cuestionado ni el fallo condenatorio sobre su padre ni la verdad judicial, si a pesar de ser “hija de” fue dos veces electa por Alta Dirección Pública, ¿por qué se la despidió? La respuesta a esta pregunta no solo es relevante para Isabel Amor, sino para toda la sociedad, y puede sentar un complejo precedente de discrecionalidad en futuros gobiernos.