Columna de Rodrigo Munizaga: El show debe terminar
Tras la suspensión de la cruzada por el 18-O, y sin saber si en diciembre se podrá hacer, no puede seguir subsistiendo con un show anual que apela a la caridad y da rienda suelta a la complacencia de una TV desconectada con el país de hoy.
La imagen del teatro Teletón vacío, con solo dos animadores sobre el escenario, y las abundantes imágenes del recuerdo, pareció la metáfora de un evento televisivo moribundo, anclado en el pasado. La pandemia obligó a un evento con los rostros desde sus casas y la Teletón de este año, como nunca, no fue el centro de la conversación nacional y los 50 puntos promedio que alcanzó el viernes por la noche -y una cifra similar el sábado- es la suma de rating que habitualmente consigue la TV chilena esos días y a esas horas.
Con evidentes problemas técnicos, propios de una transmisión en estas circunstancias y poco relevantes para el balance final, el programa dividido en cuatro bloques tuvo reportajes de niños con capacidades diferentes con imagen de alta factura, relato y sensibilidad, sin apelar al morbo. Fue el punto más alto de este año, junto a la presentación de Kramer, de los artistas que interpretaron canciones desde sus casas y a un discurso aterrizado, de no poner meta este año y llamar a donar solo a quienes podían hacerlo. En contraparte, los musicales de antaño resultaron agotadores, tanto como la mayoría de los animadores (la hiperventilación de Rafael Araneda, la autorreferencia constante de Cecilia Bolocco y otros), donde aflora esa capacidad infinita de la televisión chilena para mirarse el ombligo, como si además del coronavirus no viniéramos de un estallido social donde la frase “Chile cambió”, como la recordó anoche Mario Kreutzbeger, no es vacía.
Tras el 18-O, los canales se volcaron a lo informativo, pero desde el verano volvieron a la frivolidad. Un ejemplo: es incomprensible que Canal 13 comenzara a gastar casi $50 millones por capítulo para hacer Bailando por un sueño. No entendiendo nada, pensaron que todo había sido un paréntesis, que podían volver a ofrecernos las mismas tonteras de antes, pero el programa no logró la sintonía esperada y, por la contingencia, salió del aire.
Como ese y otros programas, el evento de 27 horas de la Teletón no resiste su continuidad. Los tiempos cambiaron y no hay modo de volver atrás. Ver a los rostros peleándose por quién habla más, en medio de una cruzada solidaria, es grotesco. Ver a gerentes de empresas haciendo donaciones, esta vez con videos grabados, fue incómodo. En las teletones de otros países suelen informarla en pantalla conductores o actores, porque está bien que las donaciones de empresas sean públicas -por transparencia-, pero no es necesario que el gerente se ponga delante de una cámara y, aunque siempre causó rechazo, ese acto egótico ya no tiene cabida.
Nadie con juicio podría oponerse a la Fundación Teletón, que ayuda a miles de personas con discapacidad. Recorriendo los centros de rehabilitación, uno ve cómo se trata de recintos y equipos de primer nivel. Pero una cosa es la fundación y otra el show. Un evento que cada año tiene a cantantes que están allí para hacer promoción, donde los animadores juegan a ser superhéroes, lucen ojeras y cansancio, como si tuviéramos que agradecerles, no resiste más ediciones. En los 80 y 90 cumplió el propósito de sensibilizar sobre las personas con capacidades diferentes y su aporte en ese sentido es enorme. Pero a partir de este siglo, el show extremó su banalización y, lo que es peor, se negó a cambiar: esta edición, salvo por los rostros en casa y sin público, fue el mismo esquema propio de una televisión que ya no existe. Haberlo hecho en medio de la pandemia fue tocar fondo: la de EE.UU. era la semana pasada y se suspendió, pero acá no se pudo, porque la fundación se había quedado sin dinero. Llegar a esas circunstancias obliga a repensar su fórmula.
Como dijo el actor Benjamín Vicuña en la noche inaugural, ya es hora que la Fundación Teletón tenga aportes del Estado y ojalá de empresas sin evento mediante, lo que se constató en esta versión, donde sus donaciones empujaron a obtener similar dinero que la última versión, sin necesidad de 27 horas de transmisión. Tras la suspensión de la cruzada 2019 por el 18-O, y sin saber si en diciembre se podrá hacer, la fundación no puede seguir subsistiendo con un show anual que apela a la caridad y da rienda suelta a la complacencia de una televisión desconectada con el país de hoy. Ese show debe terminar.
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