Columna de Sebastián Izquierdo: ¡Tus pensiones en juego!
La reforma de pensiones superó un obstáculo la semana pasada, el próximo desafío es obtener la aprobación en sala esta semana y, por supuesto, enfrentar la prueba de fuego: el Senado. Aunque prever el desenlace es complicado, se vislumbra una intensa disputa en un tiempo muy acotado. En el centro del debate público se ha desatado un apasionado tira y afloja acerca del reparto del 6% adicional en las cotizaciones previsionales. Sin embargo, ha sido insuficiente la atención en la propuesta de desmantelar la institucionalidad, que es donde reside una seria amenaza.
La reforma de pensiones propone una división estratégica: separar la atención directa con el afiliado de la gestión financiera de los fondos. Promete una revolución en eficiencia al centralizar el soporte y la administración de cuentas en un monopólico ente encargado del front office (AP), mientras que la gestión de inversiones del back office sería adjudicada de manera competitiva a inversores privados (IP) y a uno estatal (IPE) mediante sucesivas licitaciones. Parece un plan sólido, pero al escudriñar un poco se desmorona.
El monopolio planteado para el front office, que sería otorgado a un operador privado en caso de una licitación exitosa, se fundamenta en la teoría de las economías de escala, prometiendo beneficios al abarcar a la población completa. Sin embargo, las evidencias son esquivas. Las investigaciones sugieren que dichas economías son palpables sólo hasta cierto límite, específicamente antes de alcanzar el millón de cuentas, y más allá de ese punto, podrían incluso incrementar los costos marginales. Con un servicio destinado a gestionar 11,5 millones de afiliados, la propuesta tambalea ante la evidencia. La promesa de transferir ahorros a los afiliados es ilusoria. Aunque se eliminarán las comisiones, el financiamiento de estas enormes operaciones recaería en el fisco, es decir, en todos nosotros, pero desde un bolsillo diferente.
En el otro lado del mesón, se plantea ampliar la competencia en la gestión de inversiones de los fondos mediante licitaciones anuales del 10% del total de afiliados. Esto significa que, en un lapso de diez años, cada afiliado habrá experimentado este proceso de licitación, en el que no solo entidades privadas (IP), sino también un organismo estatal (IPE), podrán participar. Suena prometedor, pero hay un giro: con un mero subsidio estatal transitorio, el IPE podría cobrar las comisiones más bajas de la industria. En tan solo tres años, bajo una administración gubernamental generosa, podría alcanzar el tope del 30% de los ahorros previsionales, sin contar con el crecimiento natural de nuevos afiliados atraídos por las comisiones reducidas. Con otras triquiñuelas más, todo esto nos acercaría peligrosamente a la estatización de cerca de la mitad del PIB. El IPE podría, en efecto, financiar al Fisco indirectamente mediante inversiones en bonos del tesoro y empresas estatales, un eco inquietante de lo ocurrido al otro lado de la cordillera. Con estos factores en juego, la reforma deja de tambalear, más bien se desmorona.
Es sorprendente: frente a la problemática de las bajas pensiones, destinamos grandes esfuerzos y excesiva creatividad en lo superfluo. Ignoramos lo urgente y relevante: cotizaciones bajas y poco recurrentes, vida más larga y el empleo informal. ¡Es hora de despertar!
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