Columna de Sebastián Sichel: El liberalismo herido

Presidente Boric


Así se llama un libro publicado por José María Lasalle, autor español. Y parece el título adecuado para leer el Chile que estamos viviendo. Como dice Lasalle, vivimos una especie de ilustración oscura, que refleja una sintomatología autoritaria que domina buena parte de los resortes intelectuales. Esta enfermedad ha hecho emerger “pensadores” y “voceros” que cultivan el odio como forma de atracción y que comprenden que la naturaleza evolutiva del sapiens lo hace prestar mayor atención a aquellos signos que generan miedo. Algoritmos y redes sociales son fertilizantes de esta nueva forma de provocar emociones: el odio hacia el otro.

La emergencia de esta forma de pensamiento nació en Chile de una nueva izquierda en que su intelectualidad creyó que la mejor forma de crecer era destrozando a sus antecesores -la Concertación y la renovación socialista-, desvistiéndolos moralmente (“vendidos al mercado”, “continuadores de la dictadura”) y horadando las bases de la reconstrucción democrática de Chile. Por eso, era necesario proponer “otro modelo”, porque deslizaba la idea de que la transición implicó una transacción moral de quienes debían estar con el pueblo –y se quedaron con el modelo de la dictadura.

En esa dicotomía, el estallido social permitió a la izquierda radical ver validada su tesis entre las llamas de Santiago: la gente odiaba al modelo. Y tuvieron a moderados comiendo de su mano en salones del barrio oriente, hablando de revoluciones y poder social. De lo pírrica de su victoria se ha escrito harto, al igual que del desastre cultural que provocaron. Faltan ahora algunas páginas para describir lo patético que resulta dos años después tratar de decir que ganaron y maquillar un 0,2% de crecimiento y una Plaza Italia despejada, con la idea de que este país es mejor que el caos que generaron.

Nadie les cree: no tuvieron -como les recordó Matamala, uno de sus promotores originales- ni siquiera la capacidad política de sostener su propio programa o de hacer algo distinto. Hacer de ideas oscuras un relato prístino no cambia la triste realidad: el ideario del otro modelo terminó en un gobierno mediocre, sin agenda y con un Estado más debilitado en su credibilidad institucional. Y con los pobres más pobres y la clase media más precarizada. Su derrota, independiente de cómo se disfrace, es total: sin ideas y sin gestión.

Pero que alguien sea derrotado no implica necesariamente que el del frente triunfe. La oposición tiene un desafío mayúsculo: en la agenda pequeña, unirse. En la gran agenda, tener un relato que convoque. Lo sensato parece ser crear una nueva agenda liberal: insistir en resguardar el pluralismo, el derecho a vivir en sociedades diversas y propiciar un reformismo capaz de ampliar la esfera de libertades civiles y económicas de las personas, defendiendo el derecho a participar en mercados competitivos y a exigir al Estado estándares de calidad en sus servicios.

En el siglo XXI quienes han sido capaces de arrinconar con éxito las ideas de la nueva izquierda en el mundo no son los que vociferaron autoritarismo de derecha. Ellos sólo han sido golondrinas que no hicieron verano, y sólo fueron interludios que le permitieron reorganizarse al populismo de izquierda. Patearon el péndulo haciendo que volviera con más fuerza, hasta el punto de fortalecer más a la izquierda (Bolsonaro, Trump, etc). Los que lo han hecho sustentable (Macron, Lacalle Pou, CDU alemana) fueron quienes entendieron que, ante el autoritarismo y la superioridad moral, había que defender la libertad y la democracia. Ese era el antídoto.

Pero hay una herida abierta a las ideas liberales también en el mundo de la derecha, que le regala ese relato a la izquierda. La reacción histérica para enfrentar a la ilustración oscura se ha enconado en mostrarse igual de oscura. Hace unos días un cantautor que cantaba “amor… amor” en los 90, cambió su estribillo por el que “le pasen balas” a la inmigración y habló de una “cultura asquerosa”, refiriéndose a las costumbres alimenticias de otro país. Un analista de derecha en un diario llamó a armar a los ciudadanos como forma de enfrentar la delincuencia y alguien volvió a repetir la idea de que los pobres eran pobres simplemente porque no trabajaban lo suficiente.

No es el odio lo que moviliza a las grandes mayorías, sino la esperanza de una vida mejor. Y eso la izquierda lo entiende. Por lo mismo, del centro y la derecha esperan algo más sofisticado que esas explicaciones sesenteras que siguen la doctrina de McCarthy: hay que perseguir el comunismo. Si esa va a ser la forma, el resultado va a ser evidente.

No basta unirnos como oposición para derrotar al gobierno, hay que entender que las ideas de la libertad implican no caer en la oscuridad de creer que todo vale para ganar. Se requiere autoridad, no autoritarismos. Se requieren líderes, no dictadores. Se requiere Estado de Derecho, no imposición moral del poder. El narco y el terrorista que combate el poder sabe que su principal enemigo son las instituciones poderosas, más que las personas poderosas, porque tarde o temprano estas se corrompen -miren el caso de Hermosilla. Es el poder impersonal el que castiga e impone el orden, no el ejercicio desquiciado del poder.

Por razones prácticas son más los chilenos que quieren defender su libertad que los que quieren renunciar a ella, como son más los que prefieren vivir en el Estado de Derecho que en la barbarie. Y por razones éticas la oposición política no debe olvidarse de lo que le pasó la última vez que renunció a su vocación democrática y el costo que tuvo para miles de chilenos en la dictadura. A esta hora hay un mantra que debería aprender la oposición: con la democracia siempre y con el autoritarismo o el populismo, nunca. Todo lo demás es ganar un rato para perder para siempre.

Sebastián Sichel, abogado y excandidato presidencial.

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