Columna de Sylvia Eyzaguirre: ¿Más profesores o mejores profesores?

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¿Más profesores o mejores profesores?


La última prueba PISA revela que uno de cada tres jóvenes de 15 años en Chile no tiene las habilidades de comprensión lectora mínimas para desenvolverse de forma efectiva en el mundo de hoy. Los resultados para matemática son aún más dramáticos, elevándose esta cifra a 55%. Estos malos resultados se han mantenido en este nivel sin mostrar avances por más de una década. PISA también muestra el pobre desempeño que logran los alumnos de nivel socioeconómico alto, que obtienen, en promedio, un puntaje inferior al estudiante promedio de los países de la OCDE. Mientras en Singapur, el 41% de los estudiantes se ubica en las dos categorías de más alto desempeño en matemática, en Chile, solo el 0,6% de los estudiantes logra dicho desempeño. ¿Qué reflexión han provocado estos resultados en las facultades de educación? ¿Las escuelas de pedagogía logran que sus estudiantes sean agentes de cambio en las salas de clase o, muy por el contrario, son parte del problema?

Los paupérrimos resultados no parecen ser lo que más preocupa a las facultades de educación; al menos eso sugiere la carta de 30 rectores de universidades chilenas que proponen nada más y nada menos que posponer las mayores exigencias para matricularse en una carrera de pedagogía, pues les preocupa más la decreciente matrícula en dichas carreras.

Sin duda que atraer a jóvenes a estudiar pedagogía se ha vuelto un gran desafío. Pero en vez de atacar las causas de esta desafección y con ello avanzar en un conjunto de medidas que logren finalmente impactar positivamente los aprendizajes de los estudiantes, se propone una “solución” que solo ayuda a agravar el problema. No solo la evidencia internacional muestra una relación positiva entre las capacidades académicas de los profesores y su efectividad en el aula, sino que también, en Chile, la Evaluación Nacional Diagnóstica de la Formación Inicial Docente (END) refleja la correlación positiva entre el puntaje en las pruebas de admisión a la educación superior y los resultados en la END. ¿Sabrán estos rectores que un docente en promedio impacta a 3.000 estudiantes a lo largo de su carrera? ¿Pueden imaginar el daño que puede hacer un mal docente?

En una estadía en el Instituto Nacional de Educación de Singapur aprendí que el docente en primer lugar es un formador de personas. El desarrollo de las habilidades “blandas” es su tarea principal, pues son habilitantes para el desarrollo de las capacidades más complejas. El docente debe entrenar al estudiante a desarrollar estas habilidades usando para ello las matemáticas, la ciencia, el arte y el deporte. La clave de este entrenamiento está en el equilibrio entre las experiencias de fracaso y éxito. La experiencia del fracaso es fundamental para motivar el esfuerzo, soportar la frustración y con ello ejercitar la resiliencia. En la superación del fracaso se da el aprendizaje y ese éxito reafirma la confianza, llena de satisfacción y entrega la adrenalina necesaria para hacer frente al próximo desafío. Sin la experiencia del fracaso, no hay satisfacción, esfuerzo ni resiliencia; sin la experiencia del éxito, las tareas se vuelven frustrantes, se socava la confianza y la escuela deja de tener sentido. ¿Están las pedagogías entregando estas herramientas a los futuros docentes?

Pero no basta el rigor, el esfuerzo, para lograr que los estudiantes desarrollen sus talentos en su máximo potencial, se requiere también desarrollar la capacidad del asombro, incentivar la curiosidad; según Aristóteles, esta es el motor del conocimiento.

¿Puede un docente que no tiene curiosidad intelectual cultivar en los niños la curiosidad e inculcar el amor por el saber? La pregunta que debieran hacerse los rectores no es cómo atraer a más jóvenes a estudiar pedagogía, sino cómo logramos atraer a jóvenes con las competencias necesarias y cómo hacemos de su formación una experiencia estimulante y desafiante, que permita desarrollar las habilidades y adquirir los conocimientos fundamentales que exige el trabajo efectivo en el aula.

Por Sylvia Eyzaguirre, investigadora CEP

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