Columna de Sylvia Eyzaguirre: Una duda razonable
“Utilizar las acusaciones constitucionales contra un juez como un medio oblicuo para enjuiciar sus sentencias del pasado […] sienta un precedente que es muy peligroso”, advirtió el Presidente de la República a los congresistas, luego de que estos destituyeran al ministro de la Corte Suprema Sergio Muñoz. Muy sabias palabras, pero resultan frívolas si no se acompañan de una autocrítica. ¿O se olvidó el Presidente que en 2018 patrocinó y aprobó una acusación constitucional (AC) contra tres ministros de la Corte Suprema precisamente por sus fallos? En aquel entonces, el diputado Boric justificó dicha acusación como consecuencia de un deber ético. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿O solo se pueden presentar AC cuando los fallos no son del gusto del gobernante? Ese es el gran problema de gobernar apegado a la ética individual y no a las normas que nos hemos dado democráticamente, pues en ella se cuela la discrecionalidad y con esto se rompe el principio de igualdad, piedra angular de toda democracia. Lamentablemente, no siempre ajustarse a la norma es lo que uno considera ético. He ahí el gran dilema del juez, del político, ¿gobernar apegado a la Constitución y las leyes o a la conciencia ética individual? La vanidad nos lleva a privilegiar nuestra propia subjetividad, mientras que la humildad se inclina por subyugarse a la norma. ¿Se habrá vuelto más humilde el Presidente o solo es un asunto de conveniencias? La duda es legítima, no solo por su falta de autocrítica, sino porque además acaba de nombrar como ministro de Justicia a Jaime Gajardo, el mismo que en 2019 justificó acusar constitucionalmente a los jueces precisamente por sus fallos.
Pero lo más insólito es que nos han hecho creer que la AC contra el juez Muñoz es por sus fallos, cuando en verdad se lo acusa por faltas graves a la probidad. En el libelo se lo acusa de anticipar un fallo a su hija que le produciría efectos patrimoniales y de no haberla denunciado cuando ejerció telemáticamente como jueza desde Italia. La defensa de Muñoz jamás ha dicho que entregar información privilegiada no sea un delito digno de AC, de manera que el asunto en cuestión ameritaba ser esclarecido y, de probarse verdadero, correspondería su destitución. A diferencia de la oposición, los senadores oficialistas, a la hora de justificar su voto, hicieron apología de sus fallos, como si ello importara a la hora de juzgar su probidad. Dejaron meridianamente claro que para ellos la justicia de ciega no tiene nada. Los senadores de la oposición, por el contrario, no mencionaron sus fallos, se abocaron a las materias propias del libelo. Estos coincidieron en su culpabilidad, tan solo por la verosimilitud de los hechos. Las pruebas entregadas eran débiles, tanto que no probaban su culpabilidad; a lo más daban pie para la duda, una duda razonable, pensará más de alguno. He aquí su gravedad. Los senadores de la República decidieron que para ser considerado culpable basta la sospecha justificada, una duda razonable, una verosimilitud. El peso de la prueba ya no recae en los acusadores, quienes deben probar que el acusado ha cometido los hechos de los cuales se le acusa, sino que recae ahora en el acusado, quien no solo debe probar su inocencia, sino mostrar la imposibilidad de su culpabilidad.
¿Cómo se prueba la imposibilidad de algo que no aconteció? En estricto rigor, el lema reza “culpable hasta demostrarse lo contrario”. ¿Se imaginan lo que sucedería si implementáramos este estándar en todo el sistema judicial? Sería la pérdida absoluta del Estado de derecho. ¿Es este el estándar que aplican los senadores de oposición para con ellos mismos o solo cuando se trata de jueces activistas como el caso de Sergio Muñoz? ¿Triunfó el espíritu justiciero, ese tan propio del juez Muñoz? Por donde se mire, nada bueno se desprende de este caso.
Por Sylvia Eyzaguirre, investigadora CEP
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