Columna de Yanina Welp: Lo que Islandia enseña

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¿Qué puede aprender Chile del innovador pero fallido proceso de elaboración constitucional islandés? Los acuerdos importan más que los consensos, y la clave está tanto en el accionar de las y los constituyentes como en las reglas para la toma de decisiones.



Se aprende de las ‘buenas prácticas’ pero también se aprende de los fracasos, propios y ajenos, por esto es tan importante prestarles atención. Como ocurre con Chile en estos días, el proceso constituyente iniciado en Islandia tras el colapso de la economía en 2008 generó ilusión en el país y en buena parte del mundo. Por su geografía, Chile es un país especial, con sus más de 4 mil kmilómetros de largo y sus no más de 445 kilómetros de ancho. También Islandia es un país con una geografía especial, una isla helada, con volcanes, montañas, desiertos y glaciares ubicada entre América del Norte y Europa en que viven unas 350 mil personas. Ni de Chile ni de Islandia se hablaba mucho en los medios internacionales, democracias prósperas y pacíficas en que todo parecía ir bien, hasta que las crisis produjeron esos momentos en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”.

En Islandia, las protestas estallaron tras la crisis financiera de 2008 y el consecuente colapso de la economía, cuando la opinión pública tuvo conocimiento de la corrupción y negligencia con que se habían conducido los asuntos públicos. La gente tomó las calles y los políticos se volvieron figuras muy impopulares. Los partidos tradicionales perdieron peso y fueron reemplazados por nuevos partidos. La caída del gobierno en 2009 y la convocatoria de nuevas elecciones facilitó lo que sería un recambio temporal. En 2010 una coalición de izquierda llegó al poder y asumió como propia la demanda de promover un reemplazo constitucional. En noviembre de ese año comenzó a funcionar el Foro Nacional, con la participación de 950 ciudadanas y ciudadanos escogidos por sorteo. El Foro tenía el mandato de preparar una propuesta que luego seria discutida por un comité parlamentario compuesto por siete miembros nominados por los partidos políticos y de ahí pasaría al Parlamento.

Cuando el borrador llegó a la comisión, esta se dividió alrededor de los bloques partidarios y se inició un debate enconado que limitó la legitimidad del proceso. El paso siguiente fue convocar una asamblea constituyente compuesta por 25 representantes electos. Como si hablaramos de Chile, cambiando fechas y con los números aún mása la baja en Islandia: apenas un año después de las grandes movilizaciones de 2009, tan sólo el 37% asistió a las urnas. Pero aquí empezaron a sucederse los problemas: la elección presentó irregularidades que condujeron a la Suprema Corte a invalidarlas en enero de 2011. Entonces, el Parlamento nominó a los asambleístas y en abril de 2011 el cuerpo constituyente comenzó a funcionar decidiendo abrirse a la ciudadanía (“crowd-sourced” constitution). La constitución fue aprobada y sometida a referéndum el 20 de octubre de 2012, con una participación del 48% las seis preguntas fueron aprobadas (además de preguntar por la constitución se consultó sobre aspectos específicos como la propiedad de los recursos naturales o la introducción de mecanismos de democracia directa). La historia no termina bien, porque la constitución rechazada por los partidos tradicionales no entró en vigor y no hubo mucho que discutir porque el referéndum no era vinculante.

Unas cuántas lecciones deja este proceso. Primero, los procedimentos y reglas son fundamentales, la improvisación y el descuido de los mismos no hace más que socavar las bases de una deseada transformación democrática. Chile va por buen camino, pero no se deben subestimar los retos.

Segundo, la innovación democrática per se no es buena ni mala porque lo que toca no es evaluar su originalidad sino su capacidad de dar respuestas adecuadas a problemas y déficits. En este sentido, tanto la paridad como los asientos reservados apuntan en esta dirección y merecer ser celebrados.

Tercero y especialmente relevante para el Chile de hoy, los acuerdos pueden ser más importantes que los consensos. En Islandia, el Foro Ciudadano que produjo el borrador constitucional operó sobre la base del consenso y con independencia de los partidos. Podrá sonar bien, pero produjo malos resultados porque hubo una desconexión con el marco institucional que explica en parte el fracaso posterior, mientras la búsqueda de consensos desde el punto de vista del “ciudadano de a pie” produjo un texto vago y susceptible de diversas interpretaciones jurídicas. De una constitución se espera un ordenamiento, sus principios deben ser claros.

Cuarto, y asociado a lo anterior, “mitificar al pueblo” no trae nada bueno. La ciudadanía es un colectivo plural y diverso, no existe nada como una superioridad moral del pueblo. Sí en cambio cabe democratizar la toma de decisiones políticas. Renovar la representación e incluir colectivos antes marginados es bueno, también lo es contar con experiencia y conocimiento para la elaboración normativa. La mejor fórmula para el nuevo pacto social tiene más probabilidades de éxito si deriva de una combinación de perfiles diversos, sin excluir a nadie que adhiera a las reglas del juego democrático.

Quinto, la participación ciudadana es clave y requiere de métodos para incorporar los contenidos, de lo contrario el proceso corre el riesgo de volverse injusto. La Convención Constitucional chilena ha iniciado su andar y tiene ante si una enorme oportunidad. El mundo mira atentamente.

*La autora de esta columna es politóloga, Albert Hirschman Centre on Democracy, investigadora Observatorio Nueva Constitución y Red de Politólogas.