Columna de Yanira Zúñiga: La ley Karin

La ley Karin
La ley Karin


Hace unos días entró en vigor la ley N° 21.643, popularmente conocida como ley Karin. La práctica de “personalizar” las leyes no es nueva. Entre otros ejemplos, pueden mencionarse la ley Zamudio, la ley Emilia y la ley Gabriela. Estas normas suelen ser, además, reactivas. Es decir, son dictadas tras una tragedia que remece a la ciudadanía. Por eso, tienden a coincidir con las leyes contra la violencia de género.

Esta clase de legislación tiene luces y sombras. Entre sus luces están sus funciones éticas y de legitimación del Poder Legislativo; y su valor simbólico y pedagógico, al llamar la atención de la opinión pública sobre problemas ignorados o postergados crónicamente en la agenda legislativa. Pero sus sombras son numerosas y pueden llegar a eclipsar y comprometer sus virtudes.

Reva Siegel describe un fenómeno de “preservación a través de la transformación” que afecta especialmente a la legislación de género. Según Siegel, hay leyes que persiguen cambios cosméticos, efectistas, dejando inalteradas las estructuras que producen la discriminación y la violencia de género. Son, en la práctica, “gatopardistas”.

La ley Karin calza con esa descripción. Las expectativas a su alrededor no encuentran fundamento en una lectura prospectiva de su dispositivo normativo. En simple: ella no parece tener más “musculatura” que la legislación previa, salvo por su faceta preventiva y un mandato -vago- de uso de perspectiva de género.

Pongámosle contexto a esta crítica. Desde 2005, la legislación prohíbe el acoso laboral y sexual. Las leyes Nos. 21.153 (sobre acoso callejero), 21.197 (sobre acoso sexual y maltrato en el deporte) y 21.369 (sobre acoso en universidades) han llevado esa prohibición a otros espacios. El déficit frente al acoso no proviene, entonces, de una falta de densidad regulativa, sino de la estrategia elegida: un enfoque “archipelágico” que sacrifica un abordaje sistemático.

La ley Karin profundiza ese enfoque. Es, incluso, regresiva en ciertos aspectos. Contempla una definición añeja del acoso sexual, a contracorriente de avances previos, legales y jurisprudenciales. La “tolerancia cero” que ella promete queda desmentida por su limitado catálogo de sanciones (el elenco de la ley N° 21.369 es más amplio). En efecto, dos de las tres sanciones posibles (amonestación, multa y despido) parecen ser muy benignas considerando que el acoso es una figura paradigmáticamente grave. Por eso, la eliminación de la reiteración como requisito de la conducta de acoso sin establecer un estándar que permita distinguirlo de otras lesiones menos graves de derechos (como la discriminación), o de los simples roces o desavenencias humanas es especialmente problemática. El riesgo de colapso aquí es doble: conceptual y procesal. Si todo es acoso nada es acoso y es previsible un aumento explosivo de conflictividad y judicialización para otras hipótesis.

La moraleja de esta historia la anticipa la sabiduría popular: “El cielo está pavimentado de buenas intenciones”.

Por Yanira Zúñiga, profesora del Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile

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