Crisis migratoria: una bomba de tiempo

Migrantes en situación irregular de diferentes nacionalidades permanecen varados en la frontera entre Perú y Chile.

El gobierno y el Congreso deben sellar en forma urgente un acuerdo que permita recuperar una migración ordenada y enviar una clara señal de que la entrada o permanencia irregular no serán toleradas.



Con inusual franqueza, el canciller Alberto van Klaveren ha diagnosticado la situación en que se encuentra nuestro país en materia migratoria. Si bien realzó el valioso aporte que distintas comunidades de extranjeros están haciendo en el país, también hizo ver que está el elemento irregular, “que en la percepción pública se ha visto asociada a fenómenos nuevos de criminalidad que no existían antiguamente en Chile”. Y fue más allá: “Creo que todos los países tienen una capacidad limitada en términos de absorción de inmigración y me temo que en Chile esa capacidad está agotada”.

Sus dichos, como era previsible, han provocado todo tipo de reacciones, pero desde luego tienen el mérito de que no solo están transparentando un diagnóstico desde el propio gobierno, sino que permiten enfocarse en un problema que para el caso de Chile se ha transformado en un asunto de primer orden y que exige medidas urgentes, porque la crisis que se vive en materia migratoria -por el masivo ingreso de personas en un periodo muy corto de tiempo, pero sobre todo por el hecho de que podría haber cientos de miles de extranjeros en situación irregular- está incubando una verdadera bomba de tiempo.

En distintos puntos del país se han abierto conflictos sociales ante oleadas de inmigrantes que copan los espacios públicos por no tener donde vivir o que compiten por cupos de atención en una salud pública ya saturada. Pero lo que parece haber colmado definitivamente la paciencia ciudadana es la presencia de delincuentes o bien de peligrosas bandas dedicadas al crimen organizado, con una dramática secuela de asesinatos y prácticas que eran ajenas a nuestra realidad, como el sicariato, sin perjuicio de que la gran mayoría de los extranjeros viven honestamente.

Este ambiente está generando peligrosos sentimientos de animadversión hacia la inmigración, lo que además de perjudicar injustamente a quienes residen en el país habiendo cumplido con todos los requisitos que exige la ley, está impidiendo apreciar el valioso aporte de la inmigración, pudiendo motivar soluciones extremas. De hecho, un reciente estudio de Plaza Pública Cadem indicó que el 86% piensa que la frontera debería cerrarse a la nueva inmigración hasta resolver los problemas actuales, en tanto que solo el 47% estima que la inmigración fortalece al país.

El costo de la inacción frente a esta realidad puede resultar altísimo, por lo que a partir del diagnóstico que ha entregado el canciller resulta urgente abocarse a desactivar esta crisis, donde en lo inmediato oposición y gobierno deben ponerse de acuerdo en medidas que permitan recuperar cuanto antes una migración ordenada -que vaya acorde a las capacidades del país, sin que vuelva a ocurrir lo sucedido entre 2014 y 2018, que de 490 mil extranjeros se pasó a 1,2 millones- y enviar señales claras de que la entrada o permanencia irregular en el país no serán toleradas. Esto requiere ser tratado con lógicas de política de Estado, tal como ha ocurrido en la agenda de seguridad que se está consensuando en el Congreso.

Los primeros pasos ya se han dado: las Fuerzas Armadas, en virtud de la reciente reforma constitucional sobre infraestructura crítica, ya prestan labores de control en la frontera norte -cabe tener presente que el año pasado se registraron más de 54 mil ingresos clandestinos-, en tanto que las recientes directrices del Ministerio Público en orden a solicitar la prisión preventiva para todo extranjero imputado que no acredite identidad apunta en la dirección correcta.

Indispensable para que la estrategia de ordenar la migración rinda frutos es que la ley se haga cumplir, particularmente en lo relativo a las expulsiones, algo que claramente no sucede. Resulta en tal sentido irónico que las duras palabras del Presidente de la República -”quienes estén en situación irregular, o se regularizan o se van, y quienes hayan cometido delitos derechamente se tienen que ir”- pueden caer en el vacío bajo el sistema actual. La propia ministra del Interior reconoció ante la Cámara de Diputados que hay del orden de 20 mil órdenes de expulsión que no han podido concretarse, entre otras razones por la lentitud del proceso administrativo que consagra la nueva ley de extranjería. En 2022 apenas se pudieron ejecutar un total de mil órdenes, lo que ciertamente no constituye disuasivo alguno y habla de las dificultades del propio Estado para cumplir con sus obligaciones.

El Congreso debe también ordenar la abundante agenda legislativa en materia migratoria y centrarse en aquellas que podrían ayudar a enfrentar la actual crisis. Una pista la entregó la propia Cámara, que por amplia mayoría aprobó hace algunos meses una resolución para solicitar al Mandatario que coloque urgencia calificada a la discusión de un proyecto que lo habilita para decretar la expulsión inmediata de extranjeros condenados por delitos de robo, hurto, o de la Ley 20.000. Y sobre el proyecto que busca establecer como delito el ingreso clandestino al territorio nacional, si bien ha sido objeto de reparos por parte del oficialismo, bien cabría explorar la pertinencia de consagrar dicha figura en caso de reincidencia.

La dramática situación que se vive por estos días en la frontera con Perú, donde cientos de extranjeros indocumentados se encuentran varados en el lado chileno tratando desesperadamente de cruzar para retornar a sus países de origen, ilustra las implicancias de no regular a tiempo. Ahora ya no hay margen para seguir dilatando las soluciones.

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