Discutible test de drogas en la Cámara Baja

Test para detectar presencia de drogas en el cuerpo. Foto: AP.

Tal cual ha sido redactada esta normativa, es posible que se presente más para indebidos fines políticos antes que para servir como un adecuado ejercicio de transparencia.



Este lunes comenzó la aplicación obligatoria de un test de drogas a los diputados, donde mediante un examen de pelo se busca determinar si hay consumo de cannabis, cocaína y otras sustancias que puedan producir adicción. Conforme lo determinó el reglamento respectivo, a la prueba se están sometiendo 78 diputados elegidos mediante sorteo, proceso que se extenderá hasta el 30 de agosto. En tanto, los 77 restantes lo harán a fines de septiembre. El objetivo es que todos los parlamentarios de esta cámara se realicen dicho test a lo menos dos veces durante los cuatro años que detentan el cargo.

El origen de esta medida descansa en una indicación presentada por diputados de la UDI durante la discusión legislativa de la Ley de Presupuesto 2022 -donde se reservaron fondos para la aplicación de dicho test-, cuyo objetivo es elevar los estándares de transparencia en la labor parlamentaria, además de evitar delitos relativos al narcotráfico y cualquier relación de esta actividad ilícita con los legisladores.

Desde luego, velar porque las redes del narcotráfico no se infiltren en los estamentos del Estado es una tarea de suma relevancia, pero es discutible que una norma como esta, discutida en el fragor de la contienda electoral del año pasado, y con aspectos de dudosa constitucionalidad, sirva al propósito que se busca. Más bien contiene el serio riesgo de que se preste para un indebido uso político, lo que habría hecho aconsejable que su discusión se diera en forma más meditada, considerando todas las variables que hay en juego.

El punto más complejo de esta norma es que sus resultados se harán públicos, algo que si bien para sus promotores es un ejercicio de transparencia deseable -pues los electores deberían tener derecho a conocer si sus representantes son consumidores, y ponderar en función de ello su respaldo-, colisiona con disposiciones constitucionales que obligan al celoso resguardo de los datos personales, cuya protección y tratamiento se efectuará en las condiciones que determine la ley. Aquí yace otro posible conflicto de constitucionalidad, toda vez que esta exigencia fue establecida en función de indicaciones a una ley y aterrizada en un reglamento, pero no fruto de una norma dictada específicamente para estos efectos.

Las razones por las cuales un test puede salir positivo son variadas, ya sean médicas, recreativas, por casos de dependencia, o en el extremo, por vínculos indebidos. El reglamento no distingue entre estas circunstancias y obliga a su publicidad en todos los casos -a pesar de que el consumo privado no está sancionado penalmente-, pero incluso en aquellas circunstancias donde se acredite un consumo problemático cuando menos deberían establecerse una serie filtros y etapas antes de hacerlo público.

En los niveles jerárquicos más altos de la administración del Estado se aplican test de drogas en forma aleatoria, así como en una serie de reparticiones estratégicas -tal es el caso de las Fuerzas Armadas, o las policías-; en el sector privado también hay empresas que lo contemplan, pero sus resultados se manejan en forma confidencial. Ello perfectamente se podría replicar así en la Cámara de Diputados, evitándose los previsibles conflictos jurídicos y políticos que se podrían abrir.

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