El alto costo que el país está pagando por la irresponsabilidad política

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El populismo y las pulsiones electorales llevaron a que el debate sobre tarifas eléctricas saliera del ámbito técnico y terminara en la arena política.



Fue sin duda una señal importante que el gobierno tomara la decisión de seguir adelante con el descongelamiento de las tarifas eléctricas, a pesar de que ello va a implicar un considerable aumento en las cuentas de la luz que pagan los hogares y las empresas. Sin embargo, las destempladas presiones provenientes desde todos los sectores políticos para ampliar el subsidio que ya fue considerado en la ley de estabilización tarifaria aprobada en abril -apuntando a más de 1 millón de hogares- ha complicado aún más el escenario, porque forzó al Ejecutivo a tener que ceder en este punto, anunciando el envío de un proyecto de ley de modo que el subsidio no solo se triplique -esta vez para abarcar del orden de 4,7 millones de hogares-, sino además para extender su vigencia.

Este anuncio resultó sorpresivo, considerando que el propio ministro de Hacienda había advertido que no hay recursos ociosos para más subsidios, y por lo tanto cualquier ampliación debería contener fuentes precisas de financiamiento, dentro de un esquema de responsabilidad fiscal. Una mesa técnica se encuentra trabajando sobre fórmulas posibles, pero el Ejecutivo definió un camino para financiarla: el aumento temporal del impuesto al carbón, un aporte fiscal con cargo a la recaudación adicional de IVA y un alza temporal del cargo adicional del Cargo por Servicio Público correspondiente a mayores consumidores industriales.

Se trata claramente de una propuesta controversial, que previsiblemente traerá importantes costos para la economía, porque está trasladando el costo de estos subsidios principalmente sobre los sectores productivos, lo que supondrá aumentos en los costos de producción, que a su vez dejará menos margen para la inversión, con su consecuente impacto en empleo y remuneraciones de los trabajadores. Es decir, el costo lo terminará pagando al final todo el país. Aun cuando el ministro de Hacienda ha solicitado paciencia para esperar la propuesta final antes de sacar conclusiones, parece muy difícil que un anuncio como este no tenga repercusiones relevantes, pese a sus buenas intenciones.

Es necesario interrogarse cómo se pudo llegar hasta este punto, donde tanto el congelamiento de las tarifas por casi cinco años, así como las propuestas para su descongelamiento, han terminado en un total desacierto, y la respuesta claramente está en la mala calidad de nuestra política, que al dejarse arrastrar por las pulsiones electorales y el populismo convirtió una materia que siempre debió haber estado en el plano de lo técnico, en un asunto de intereses políticos que hoy estamos pagando caro. Para una economía como la nuestra que urgentemente necesita crecer -el último Imacec de mayo, con apenas 1,1% de expansión, fue sin duda un baño de realidad- es fundamental asegurar un entorno de estabilidad, justo lo que no se logra con esta fórmula, que supone un cambio en las reglas del juego.

Acertadamente el ministro de Hacienda ha planteado que debemos extraer las lecciones de haber congelado las tarifas por un tiempo tan prolongado. Aunque a fines de 2019, en pleno estallido social, una medida de este tipo pudo haber sido una salida de emergencia, no hay ninguna razón -excepto un cálculo electoral- para que un mes antes del plebiscito constitucional de septiembre de 2022 se aprobara un nuevo congelamiento, algo que claramente convenía a la coalición gobernante -que a toda costa buscaba ganar ese referéndum-, pero al que también se sumaron vastos sectores de la oposición. Desde luego, siempre se debió haber transmitido con claridad que el congelamiento no era una solución mágica, y que esa postergación de las alzas se tendría que recuperar en algún momento.

Hubo suficiente tiempo para haber diseñado un mecanismo distinto y técnicamente bien logrado, donde si el tema era cómo asegurar que el alza tarifaria se fuera normalizando gradualmente, sobre todo para los sectores más postergados, bien se pudo haber pensado en una suerte de autopréstamo, es decir, que los hogares pagaran menos al comienzo y más hacia el final, hasta recuperar todo lo adeudado. Dentro de esa fórmula cabía evaluar subsidios transitorios y bien focalizados, pero ante la enorme deuda que se acumuló ahora existe el riesgo de que los subsidios se prolonguen indefinidamente. De haberse seguido en todo momento un camino técnico, seguramente tampoco habríamos llegado a la instancia donde el gobierno, como forma de salida a esta crisis, se viera presionado a comprometer más subsidios, pero cuyo mayor costo será soportado por determinadas actividades productivas. Además de toda la distorsión que ello implica para la actividad económica y en los procesos de regulación tarifaria, abre además un posible flanco de constitucionalidad, por la prohibición de que los tributos estén afectos a un destino determinado.

Ciertamente que con el coro de parlamentarios, alcaldes y políticos presionando por todo tipo de fórmulas populistas para seguir conteniendo el alza de las cuentas, un debate técnico se hace muy difícil. Lo cierto es que el gobierno, pero sobre todo el Congreso, todavía tienen la oportunidad de sobreponerse y enviar una señal de responsabilidad, promoviendo una propuesta que no agrave más el cuadro. La mesa técnica debería ser la instancia para ello.

A la par, también resulta fundamental empezar a pensar en las soluciones de fondo al problema de la energía, donde sobre todo es imperioso agilizar las inversiones en materia de transmisión, que a estas alturas se ha convertido en el gran cuello de botella y que provoca que la promesa de energía más barata sea una ilusión. Con permisos ambientales que pueden tardar hasta una década, el país no saca nada con seguir apostando fuertemente por las energías renovables y ampliar su base de generación cuando no hay capacidad para colocar en el sistema toda esa energía. Una línea fundamental como Kimal-Lo Aguirre, que conectará Antofagasta con la Región Metropolitana, debería estar en operaciones hacia 2030, pero el lastre de la permisología hace difícil creer que una obra de esa magnitud logrará estar operativa para entonces.

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